Capítulo 14- Marionetas

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No se debe intentar contentar a los que no se van a contentar.

Julián Marías. 


Tardaron poco más de una hora en llegar a Cambridge Cottage. Pero ya era de madrugada cuando lo hicieron. Cassandra jamás había estado en ese lugar, la cabaña estaba construida con ladrillo rojo, era elegante y un claro ejemplo de arquitectura georgiana, rodeada por los jardines de Kew. Los guardias, al igual que había ocurrido en el Palacio de Kensington, los dejaron pasar de inmediato. 

George la ayudó a descender del carruaje, pero su rostro volvía a ser de metal. Lejos de las pocas sonrisas que le había regalado durante el trayecto. 

—Siéntese, lady Colligan —le dijo él, olvidando por completo su anterior petición de que la tratara de manera más informal. Cassandra escudriñó el vestíbulo en el que habían entrado con atención, donde se alineaban butacas de un rojo intenso, dignas de la época georgiana, y muebles de caoba que parecían luchar por destacarse en su ostentación. ¿Dejarla relegada al vestíbulo? Un suspiro de resignación escapó de sus labios, y tomó asiento en una de las butacas que creyó más apropiada. Los lacayos uniformados, alineados como figuras inmóviles, miraban al frente con la solemnidad de estatuas vivientes.

«¡Cuánta ceremonia!», pensó ella, removiendo las manos en su regazo, nerviosa. 

—Su Alteza Real —los recibió un hombre que, a pesar de ser el mayordomo, desprendía una apariencia parecida a la de un rey. La presencia y actitud de ese caballero eclipsaban a las de Cassandra por completo. De hecho, como había ocurrido hasta ese momento con otros miembros de las casas reales, ni siquiera la miró. 

—Avise a mi padre, dígale que necesito hablar con él. 

—Son las cinco de la madrugada, Su Alteza Real —replicó el mayordomo, muy serio. 

—Haga lo que le pido, señor Carter. 

Transcurrieron unos minutos interminables, de absoluto silencio en el vestíbulo, después de que el mayordomo se retirara, con una expresión que dejaba claro que no estaba de buen humor. Como si él se sintiera más cerca del príncipe Adolfo que su propio hijo y, por ende, con más derecho a decidir si debía dejarlo dormir más horas o despertarlo cuando su único hijo lo necesitaba.

—Su Alteza Real, el príncipe Adolfo, lo recibirá en su despacho —anunció el mayordomo al fin. Cassandra hizo el amago de ponerse de pie, pero George la dejó atrás antes de que pudiera hacerlo. 

George cruzó los pasillos de Cambridge Cottage, la residencia suburbana de su padre después de haber sido virrey de Hannover. El duque de Cambridge, Adolfo, había desempeñado el cargo de virrey (regente) del Reino de Hannover desde 1816 hasta 1837, actuando en nombre de sus hermanos mayores, los reyes Jorge IV y Guillermo IV. Sin embargo, cuando su prima, la reina Victoria, ascendió al trono del Reino Unido en 1837, esta unión de 123 años entre Hannover y el Reino Unido llegó a su fin. En consecuencia, el duque de Cumberland ascendió al trono de Hannover con el nombre de Ernesto Augusto I, lo que llevó a Adolfo a regresar a Inglaterra y a instalarse en Cambridge Cottage. 

Dos lacayos se apresuraron a abrir la puerta antes de que George tuviera que detenerse, y al entrar, se encontró con el verdadero y actual Duque de Cambridge, su propio padre. El príncipe se erguía majestuosamente ante un imponente escritorio de nogal, que ocupaba el centro de la estancia. Estaba envuelto en una lujosa bata de satén verde que ostentaba con orgullo los escudos de la Corona y del Ducado de Cambridge grabados en el pecho. Su pronunciada barriga parecía desafiar al ajustado cinturón de la bata y sus pantuflas parecían tan molestas como su propia expresión. 

El Diario de una CortesanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora