Capítulo 15- Votos de confianza

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Cada lágrima enseña a los mortales una verdad.

Platón.

 

Cassandra se sentó en el sofá del carruaje, frente a la princesa Augusta

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Cassandra se sentó en el sofá del carruaje, frente a la princesa Augusta. Lo único que quería hacer era llorar. George se había mostrado frío en su despedida. Y a pesar de querer creerlo, de querer pensar que se volverían a ver pronto, lo único que era capaz de sentir era que todo se había acabado justo antes de empezar.

Algo le decía que la conversación de George con su padre no había ido bien. 

Se permitió derramar un par de lágrimas en silencio, mirando por la ventana. El sol ya estaba despuntando. Había sido una noche muy larga y los besos de George todavía le quemaban sobre la piel. 

―¿Cuántos años tiene, lady Colligan? ―le preguntó la princesa Augusta después de algunos minutos, cuando las ruedas del carruaje traqueteaban las calles de Londres a una velocidad considerable. 

Cassandra abandonó la seguridad de la ventana para mirar a la hermana del príncipe George. No era una mujer agraciada. Era bajita, tan bajita que no le tocaban los pies al suelo del carruaje, su cuerpo no tenía forma a pesar de llevar un vestido sumamente elegante y su pelo era de un color castaño sin brillo. No era bonita, pero sus ojos, pequeños y grises como los de una paloma, desprendían una seguridad y temples que Cassandra envidió. 

―Dieciocho ―mintió, recordando que eso era lo que le había dicho al príncipe George y que no le gustaría que descubriera que lo había mentido. 

―No me mienta, por favor ―rogó la princesa Augusta y futura soberana de Mecklemburgo-Strelitz. 

―Hace poco que cumplí los dieciséis ―confesó, recomponiéndose, limpiándose las lágrimas de los ojos―. Pero no se lo diga a su hermano, por favor. 

―No se lo diré ―dijo la princesa Augusta, mientras la miraba con una mirada impenetrable, parecida a la de George―. Debes de importarle mucho a George.

―¿Eso cree, Su Alteza? ―preguntó ella con ironía, incapaz de mostrarse más cordial o respetuosa cuando su mundo se estaba desmoronando. 

―Nunca antes había traído a una mujer en casa. Jamás nos había compartido ni un solo relato de amor o de entretenimiento. 

Cassandra apretó los labios con una mueca de incredulidad. ―¿Y por qué me ha abandonado entonces?

―La monarquía es una institución emocionalmente herida, querida. ¿Por qué yo estoy casada con mi primo a pesar de que no lo considero más que un amigo? ¿Por qué mi hermana se casará con otro primo cuando cumpla la edad pertinente? Somos simples marionetas, esa es la verdad ―explicó Su Alteza, con una resignación envidiable, y Cassandra admiró su sinceridad a pesar de todo lo malo. De hecho, ella había sido el único miembro de la Corona que la había mirado a la cara y que la había tratado con deferencia desde el principio. Parecía una buena mujer.

El Diario de una CortesanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora