Capitulo 4

248 30 4
                                    


—¿Por qué? —le preguntó mirándola de nuevo.

—¿Por qué qué?

—¿Por qué me has traído galletas?

—Pues porque acabo de hacerlas. A veces, cuando no puedo concentrarme en el trabajo me pongo a cocinar y, si me como todo lo que hago, me odio a mí misma —volvió a aparecer el hoyito de su mejilla—. ¿No te gustan las galletas?

—No tengo nada en su contra.

—Bueno, entonces espero que las disfrutes —dijo poniéndole el plato en las manos—. Bienvenido al edificio. Si alguna vez necesitas algo, yo suelo estar en casa. Y si quieres saber algo del resto de los vecinos, puedo ponerte al día. Llevo algunos años viviendo aquí y conozco a todo el mundo.

—Muy bien —dijo dando un paso atrás y le cerró la puerta en las narices.

Astrid se quedó allí de pie, sorprendida por su brusquedad.

En sus veinticuatro años de vida nunca nadie le había dado con la puerta en las narices y, ahora que ya sabía lo que era, podía decir con total seguridad que no le gustaba nada.

Se contuvo de volver a llamar a la puerta para quitarle las galletas; se negaba a caer tan bajo. Así pues, se dio media vuelta y volvió a su casa.

Ya conocía al señor misterioso y sabía que era increíblemente atractivo, pero también que era maleducado como un jovencito malcriado al que le hacía falta un buen azote en el trasero.

Pero no importaba. No volvería a cruzarse en su camino.

No cerró la puerta de su casa de golpe, no quería darle esa satisfacción, pero una vez al otro lado de la puerta, se permitió hacer unos cuantos gestos infantiles que le hicieron sentir algo mejor.

Pero el caso era que aquel hombre tenía sus galletas, su dulce preferido, y todo su rencor, algo que no sentía a menudo. Y ella seguía sin saber su nombre.

Hiccup no se arrepintió de su comportamiento en ningún momento. Esperaba así haber conseguido que su guapa vecina no volviese a llamar a su puerta con su nariz respingada y sus pies sexys. Lo que menos necesitaba en aquellos momentos era un comité de bienvenida, sobre todo si lo encabezaba una mujer con ojos de hada.

Dios, se suponía que en Oslo nadie hablaba con sus vecinos. Pero, con su suerte, seguro que su vecinita sería soltera, si hubiera estado casada habría mencionado a su maravilloso esposo, y como trabajaba en casa, se encontraría con ella cada vez que saliese al pasillo.

El hecho de que además hiciese las mejores galletas de chocolate que había probado en su vida era sencillamente imperdonable.

Había conseguido no hacerles el menor caso mientras trabajaba. Cuando las palabras fluían, Hiccup Haddock era capaz de trabajar en medio del holocausto nuclear. Pero cuando finalmente se había alejado del ordenador, se había acordado de que estaban en la cocina y no había podido dejar de pensar en ello mientras se duchaba y trataba de deshacer la tensión muscular provocada por horas de estar sentado en una postura que su profesora de tercero, la hermana Mary, habría considerado deplorable.

Así que cuando, una vez vestido, había salido a tomarse una merecida cerveza, había mirado el plato y había apartado el plástico que lo cubría. ¿Qué pasaría si comía un par de ellas? De nada serviría tirarlas a la basura; al fin y al cabo, ya le había dejado bien claro a la atractiva Astrid que no tenía el menor interés en socializar con los vecinos.

Comió una y lanzó un gruñido de aprobación. Al morder la segunda, cerró los ojos con deleite.

Cuando llevaba casi dos docenas, se maldijo a sí mismo. Era como una droga. Miró el plato casi vacío con una mezcla de glotonería y rabia. Con la poca fuerza de voluntad que le quedaba, puso las galletas que quedaban en un cuenco y cruzó la habitación en busca de su saxo.

Antes de ir al club tendría que dar varias vueltas a la manzana para bajar todas las galletas que había devorado.

Al abrir la puerta la oyó subir las escaleras y poco después pudo escuchar su voz, algo que le hizo enarcar la ceja, pues se fijó en que estaba sola.

—Nunca más —murmuró ella—. Esa mujer puede clavarme palillos bajo las uñas o quemarme los ojos, pero no volveré a pasar por esta tortura nunca más. Está decidido.

Por la pequeña rendija que había dejado abierta, Hiccup vio que se había cambiado de ropa; ahora llevaba unos pantalones anchos negros, una americana del mismo color, una blusa roja y unos pendientes largos.

Siguió hablando sola mientras buscaba algo en un bolso diminuto.

—La vida es demasiado corta como para perder dos preciosas horas. No volveré a permitir que me haga esto. Soy capaz de decirle que no, sólo tengo que practicar un poco. ¿Dónde demonios están mis llaves?

Se sobresaltó al oír la puerta que sonaba a su espalda y se dio media vuelta. Hiccup se dio cuenta de que llevaba dos pendientes distintos y se preguntó si sería una moda o un descuido. Como no podía encontrar las llaves en un bolso tan pequeño como la palma de su mano, decidió que se trataba de lo segundo.

Parecía nerviosa y olía incluso mejor que sus galletas. Eso hizo que Hiccup se enfadara aún más con ella.

—Espera un momento —se limitó a decir él antes de volver al interior de su apartamento a buscar el plato de las galletas.

Astrid no tenía intención alguna de esperar, por fin había encontrado las llaves en el bolsillo interior en el que las había metido para poder encontrarlas fácilmente, pero él fue más rápido y cuando volvió a aparecer, llevaba la funda del saxo en una mano y su plato en la otra.

—Aquí tienes —Hiccup no iba a preguntarle por qué estaba de tan mal humor, pues estaba seguro de que si lo hacía, ella se lo contaría con pelos y señales.

—De nada —replicó Astrid quitándole el plato de la mano. Estaba tan aturdida después de pasar dos horas escuchando la monótona voz del primo de Heather hablando de la bolsa, que decidió decirle un par de cosas al señor misterioso—. Escucha, si no quieres que seamos amigos, me parece perfecto. Yo no necesito más amigos —aseguró enfáticamente—. De hecho, tengo tantos que no puedo aceptar ni uno más hasta que alguno de ellos se marche de la ciudad. Pero eso no es excusa para que te comportes como un verdadero cretino. Lo único que hice fue presentarme y llevarte unas malditas galletas.

Hiccup estuvo a punto de sonreír, pero hizo un esfuerzo para no hacerlo.

—Unas galletas muy buenas —dijo sin pararse a pensarlo, pero lamentó haberlo hecho en cuanto vio que la expresión de sus ojos cambiaba de pronto.

—¿De verdad?

—Sí —se dio media vuelta y la dejó allí, completamente desconcertada y con una curiosidad que no quería sentir.

Así pues, Astrid se dejó llevar por el impulso, uno de sus pasatiempos preferidos, y entró en casa para dejar el plato y después de sólo unos segundos, volvió a salir para seguirlo.

Bajó las escaleras de puntillas pero tan rápido como pudo para no perderlo. Al salir del edificio él ya estaba a media manzana de distancia. Caminaba con grandes zancadas, pensó antes de ir tras él. Aquello sería un buen argumento para una tira de Jane, claro que ella habría ido escondiéndose detrás de cada farola, o con la espalda pegada a las paredes por si él se daba la vuelta.

El corazón le dio un bote dentro del pecho al verlo girarse con un gesto distraído que la obligó a esconderse de verdad detrás de una farola. Siguió caminando y ella tras él, lamentando llevar tacones en lugar de unos cómodos zapatos planos.

Después de veinte minutos persiguiéndolo, los pies la estaban matando y la emoción se había convertido en cansancio. ¿Acaso se dedicaba a pasear con el saxofón a cuestas todas las noches? Quizá aquel hombre no fuera un maleducado sino un loco.

Quizá acababa de salir de un hospital psiquiátrico y por eso no sabía cómo comportarse con la gente de un modo normal.

Su familia lo había encerrado para que no pudiera reclamar la herencia de su riquísima y querida abuela, que había muerto en extrañas circunstancias y le había dejado a él toda su fortuna. Tantos años encerrado y controlado por un psiquiatra corrupto le habían hecho perder la cabeza.

Sí, eso era lo que habría imaginado Jane... y habría estado segura de que con cariño y amor podría curarlo. Después todos sus amigos y vecinos habrían intentado convencerla de que no lo hiciera, pero ella habría conseguido implicarlos en sus planes.

Y antes de que se dieran cuenta, el señor misterioso habría...

Astrid se detuvo en seco al verlo entrar en un pequeño club llamado Delta's.

Por fin, pensó pasándose la mano por el pelo. Ahora sólo tendría que colarse, encontrar un rincón oscuro y ver qué pasaba.


HIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII !!!!

·La chica perfecta·Donde viven las historias. Descúbrelo ahora