Capitulo 11

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Como no quería parecer ansiosa, Astrid siguió trabajando el resto de la mañana y no paró hasta las dos, momento en el que se le ocurrió que quizá a su vecino le apeteciera tomarse una taza de café con ella o salir a dar un paseo.

Ese hombre tenía que salir de su apartamento más a menudo y aprovechar todo lo que ofrecía la ciudad.

Lo imaginó encerrado en aquella casa vacía, preocupado por las facturas que no podía pagar porque no tenía trabajo. Pero Astrid estaba segura de poder ayudarlo.

Justo en el momento en que se puso en pie para darse un toque de maquillaje, escuchó las primeras notas del saxo y sintió un escalofrío.

Haddock merecía un descanso, tenía que encontrar algo que le demostrara que la vida estaba llena de sorpresas y ella quería ayudarlo porque había algo en él, en esa infelicidad que adivinaba en sus ojos, que la atraía enormemente. Sentía la necesidad de hacer desaparecer esa tristeza de su mirada.

Al menos ya había conseguido hacerle reír y, si lo había conseguido una vez, podría hacerlo de nuevo.

Deseaba volver a verlo reír, verle sonreír cuando ella hacía o decía algo que lograba traspasar esa coraza de cinismo con la que se protegía.

Y si al hacerlo encendía cierta chispa sexual, tampoco estaría nada mal.

Estaba bajando las escaleras cuando sonó el timbre de la puerta del edificio.

—¿Sí?

—Busco a Haddock. ¿Es el 3A?

—El suyo es el 3B.

—Maldita sea, ¿entonces por qué no contesta?

—Probablemente no lo oiga porque está tocando.

—¿Podrías abrirme, querida? Soy su agente y tengo un poco de prisa.

—Su agente —si tenía una agente, Astrid quería conocerla porque ya se le habían ocurrido más de una docena de personas con las que ponerlo en contacto para encontrar trabajo—. Claro. Sube.

Apretó el botón y después abrió la puerta de su apartamento para verla.

La mujer que salió del ascensor unos segundos después tenía aspecto de profesional de éxito, pensó Astrid con cierta sorpresa.

Era delgada, de rasgos marcados, larga melena pelirroja y ojos intensamente celestes en los que se reflejaba su impaciencia.

Se movía con la precisión de una bala y llevaba un maletín de piel que debía de costar más que el alquiler de muchas casas.

¿Cómo era posible que un tipo sin trabajo tuviera una agente que podía permitirse ese tipo de lujos de diseño?

—¿3A?

—Sí, me llamo Astrid.

—Mérida Dresher. Gracias, Astrid. Es que mi cliente no contesta al teléfono y parece haber olvidado que teníamos una cita para comer en el Four Seasons.

—¿El Four Seasons? —preguntó, asombrada—. ¿El de Park Avenue?

—¿Hay otro? —dijo Mérida apretando el timbre del 3B—. Mi querido Hiccup tiene muchísimo talento, pero a veces es imposible.

—Hiccup —en sólo unos segundos Astrid pasó de la confusión a la sorpresa—Hiccup Haddock—dijo mientras la vergüenza y la rabia se iban apoderando de ella—. El autor de Una maraña de almas.

—El mismo —dijo Mérida con orgullo—. Vamos, Haddock, abre la maldita puerta. Cuando me dijo que iba a quedarse un par de meses en la ciudad pensé que me resultaría más fácil tenerlo localizado, pero sigue siendo igual de difícil. Bueno, por fin.

Se oyó el cerrojo de la puerta.

—¿Qué demonios... Mérida?

—Habíamos quedado para comer —espetó su agente—. Y no contestas al teléfono.

—Se me olvidó lo de la comida y el teléfono no ha sonado.

—¿Has cargado la batería?

—No creo —se quedó allí de pie mirando hacia donde Astrid lo observaba con gesto ofendido—. Pasa, dame sólo un minuto.

—Ya te he dado una hora —antes de entrar se volvió hacia Astrid—. Gracias por abrirme, querida.

—De nada —dijo Astrid antes de mirar a Hiccup—. Eres un cretino —y cerró con un portazo.

—¿No tienes nada en lo que sentarse? —protestó Mérida a su espalda.

—No. Sí. Arriba. Maldita sea —murmuró con una sensación de culpabilidad que no le gustaba nada—. Esta planta no la utilizo mucho.

—No hace falta que lo jures. ¿Quién es la chiquilla de enfrente?

—Nadie. Hofferson, Astrid Hofferson.

—Ya decía yo que me resultaba familiar. Amigos y vecinos. Conozco a su agente, está como loco con ella. Dice que es la primera cliente libre de neurosis que ha tenido en toda su vida. Por lo visto no se queja nunca, entrega los trabajos en fecha, no exige trato de favor y además le está haciendo ganar una fortuna.

Lanzó una fría mirada a Hiccup.

—Debe de ser una maravilla tener un cliente sin neurosis, al que no se le olvide que ha quedado para comer con su agente y que incluso le mande regalos de cumpleaños.

—Lo de la neurosis es irremediable, pero siento lo de la comida.

El enfado dejó paso a la preocupación.

—¿Qué ocurre, Hiccup? Tienes muy mala cara. ¿Vas mal con la obra?

—No, de hecho va mejor de lo que esperaba. Lo que ocurre es que no he dormido mucho.

—¿Otra vez has estado tocando por ahí hasta las tantas?

—No.

Pensando en la mujer del 3A, dando vueltas por la casa, muerto de deseo por la mujer del 3A. Una mujer que sin duda ahora lo consideraría un ser despreciable.

—Simplemente he pasado una mala noche.

—Está bien.

Lo cierto era que, por mucho que la hiciera enfadar, Hiccup le importaba mucho. Por eso se acercó y le puso una mano en el hombro.

—Me debes una comida, pero por ahora me conformo con un café.

—Aún queda algo en la cocina, pero lo hice a las seis de la mañana.

—Entonces será mejor que haga otro —se metió en la cocina y, después de poner la cafetera en marcha, echó un vistazo en los armarios porque consideraba que preocuparse por el bienestar de Hiccup era parte de su trabajo—. Pero bueno, Haddock, ¿es que estás en huelga de hambre? Aquí no hay más que migas de pan.

—Ayer tenía intención de ir a comprar, pero no me dio tiempo —volvió a mirar a la puerta y a pensar en Astrid—. Suelo pedir que me traigan la cena.

—¿Con el teléfono al que no contestas?

—Te prometo que cargaré la batería, Mérida.

—Eso espero. Si lo hubieras hecho antes, ahora estaríamos sentados en el Four Seasons y bebiendo champán para celebrarlo. He cerrado el trato, Hiccup, Una maraña de almas va a convertirse en una película. Ya tienes el productor y el director que querías, también podrás encargarte del guión. Eso sin hablar de una pequeña cantidad de siete cifras.

—No quiero que estropeen mi obra —fue la primera reacción de Hiccup.

Mérida soltó un suspiro.

—Siempre encuentras el lado negativo. Haz el guión y así no lo estropearán.

—No —dijo negando con la cabeza.

Se acercó a la ventana para asimilar la noticia. En el cine la obra perdería la intimidad que transmitía en el teatro, pero haría que su trabajo llegara a millones de personas.

—No quiero volver a meterme en todo eso, Mérida. Al menos no tan de lleno.

Mérida sirvió dos tazas de café y fue junto a él.

—Entonces limítate a supervisar el proyecto.

—Sí, eso estaría mucho mejor. ¿Te encargarías de ello?

—Claro. Y ahora, si dejas de saltar de alegría, podemos hablar del trabajo que tienes entre manos.

La ironía de sus palabras hizo que Hiccup apretara los labios y la mirara.

—Eres la mejor agente del mundo y sin duda la más paciente.

—Estoy completamente de acuerdo. Espero que estés tan orgulloso como lo estoy yo. ¿Vas a llamar a tu familia?

—Dame un par de días para pensarlo.

—Hiccup, no tardará en salir en la prensa. ¿Quieres que se enteren así?

—No, tienes razón. Los llamaré —por fin sonrió—. En cuanto cargue el teléfono. ¿Qué te parece si me cambio de ropa y salimos a tomar ese champán?

—Muy bien. Pero antes dime una cosa —le pidió cuando él comenzaba a subir las escaleras—. Esa preciosidad del 3A. ¿Vas a decirme qué hay entre vosotros?

—No sé si hay algo que contar —murmuró.

*

Seguía sin saberlo cuando llamó a su puerta esa misma tarde, pero sabía que debía hacer algo respecto a lo que había visto en sus ojos unas horas antes. Claro que tampoco era asunto suyo si él tenía trabajo o no; él había hecho todo lo posible para que no se entrometiera en su vida...

Hasta la noche anterior, recordó.

Había sido una mala idea; no debería haber accedido a salir con ella y mucho menos debería haberse permitido el lujo de pasarlo tan bien.

Y de besarla.

Cosa que no habría hecho si ella no se lo hubiera pedido.

Cuando abrió la puerta, Hiccup la esperaba con una disculpa.

—Lo siento —comenzó a decir con impaciencia—. Pero la verdad es que no era asunto tuyo. Es mejor que dejemos claras las cosas.

Fue a entrar, pero ella le puso la mano en el pecho.

—No quiero que pases.

—Por el amor de Dios. Fuiste tú la que empezó todo. Puede que yo dejara que lo hicieras, pero...

—¿Qué es lo que empecé?

—Esto —espetó, furioso consigo mismo por no encontrar las palabras que necesitaba y con ella por mirarlo con esos ojos de perrillo herido.

—Está bien, yo empecé. No debería haberte llevado las galletas, fui una desconsiderada. No debería haberme preocupado por que no tuvieras trabajo, ni debería haberte invitado a cenar porque pensé que no podías permitirte comer como Dios manda.

—Maldita sea, Astrid.

—Tú dejaste que lo creyera. Dejaste que pensara que eras un pobre músico sin trabajo y seguro que te has reído a mi costa. El laureado Hiccup Haddock, autor de la magnífica Una maraña de almas. Supongo que hasta te sorprende que una simple dibujante como yo conozca tu trabajo. ¿Qué va a saber del verdadero arte, de la literatura con mayúsculas, una muchacha que sólo hace tiras cómicas? ¿Por qué no echarte unas risas a mi costa? Maldito engreído petulante —la voz le tembló a pesar de que se había prometido que no iba a permitirlo—. Yo sólo intentaba ayudarte.

—Nadie te pidió que lo hicieras. Yo no quería tu ayuda —Hiccup se dio cuenta de que estaba a punto de echarse a llorar y cuanto más se acercaba al llanto, más furioso se sentía él. Sabía que las mujeres se servían de las lágrimas para destruir a los hombres—. Mi trabajo es sólo asunto mío.

—Tu trabajo se representa en Broadway, así que es público, pero eso no tiene nada que ver con que fingieras ser un simple saxofonista.

—Yo no fingí nada. Toco el saxo porque me gusta. Tú diste muchas cosas por hecho.

—Y tú dejaste que lo hiciera.

—¿Y qué si lo hice? Me vine aquí en busca de un poco de tranquilidad, pero de pronto apareciste tú con tus galletas, luego me seguiste y por tu culpa pasé la mitad de la noche en comisaría. Después me pides que salga contigo porque no tienes las agallas suficientes para decirle a una señora de setenta años que no se meta en tu vida. Y para colmo me ofreces cincuenta dólares por besarte.

Una primera lágrima de humillación cayó por su mejilla y le encogió el estómago a Hiccup.

—No —le ordenó él—. No empieces.

—¿Me pides que no llore cuando me estás humillando y haciéndome sentir ridícula y avergonzada? —no se molestó en secarse las lágrimas, simplemente siguió mirándolo—. Lo siento mucho, pero yo no funciono así; cuando alguien me hace daño, lloro.

—Tú misma te lo has buscado —tenía que decirlo y necesitaba creer que era así.

—Has relatado los hechos, Hiccup—le dijo ella cuando ya se disponía a huir hacia su apartamento—. Pero te has olvidado de los sentimientos. Te llevé las galletas porque se me ocurrió que te gustaría tener algún amigo en el edificio. Ya te he pedido perdón por seguirte, pero volveré a hacerlo.

—No quiero que...

—No he terminado —lo interrumpió con tal dignidad que Hiccup se sintió aún más culpable—. Te invité a cenar porque no quería ofender a una mujer encantadora y porque pensé que quizá tuvieras hambre. Lo pasé bien contigo y sentí algo cuando me besaste. Pensé que tú también lo habías sentido. Pero sí, tienes toda la razón del mundo — asintió mientras otra lágrimas le caía por la mejilla—. Me lo he buscado yo solita. Supongo que tú te guardas toda la emoción para el trabajo y no dejas ningún sentimiento para tu vida. Lo siento mucho por ti y siento haberme metido en tu territorio sagrado. No volveré a hacerlo.

Antes de que Hiccup pudiera decir nada, Astrid cerró la puerta y echó los cerrojos. Él se dio media vuelta e hizo lo mismo con la puerta de su apartamento.

Ya tenía lo que quería, se dijo a sí mismo. Soledad. Tranquilidad. Su vecina no volvería a llamar a su puerta para distraerlo con conversaciones y sentimientos que no deseaba. Unos sentimientos con los que no sabía qué hacer.

Se quedó allí de pie, agotado y furioso consigo mismo en mitad de la habitación vacía.

*

Hiccup apenas conseguía pegar ojo en toda la noche y las pocas veces que conseguía conciliar el sueño, su mente se llenaba de imágenes en las que se encontraba frente a Astrid, al borde de un precipicio. Tenía la sensación de que ella lo hubiera llevado hasta allí, donde no tenía otra escapatoria que acercarse a ella y cuando lo hacía, el sueño se volvía tan tremendamente erótico, que cuando por fin conseguía salir de él, estaba excitado, furioso e invadido por su recuerdo y por su sabor.

No podía comer. Nada le satisfacía porque todo le recordaba a la sencilla cena que habían compartido unas noches antes. Se alimentó tan sólo de café hasta que los nervios y el estómago empezaron a protestar.

Lo que sí hacía era trabajar. Parecía que, cuanto más sufrían sus emociones, más se adentraba en la historia y en sus personajes. Resultaba doloroso arrancar esos sentimientos de su corazón y dejar que los personajes los engulleran ansiosamente.

Recordaba lo que Astrid le había dicho antes de cerrarle la puerta en la cara, que utilizaba todas sus emociones en el trabajo, pero no sabía cómo introducirlas en su vida. Tenía razón y era mejor así. Había muy pocas personas a las que les pudiese confiar sus sentimientos. Sus padres, su hermana, aunque la necesidad que sentía de responder a sus expectativas era demasiado peligrosa. Estaban también Delta y André, los pocos amigos que se permitía tener y que no esperaban de él más que lo que él quisiera darles. Y Mérida, que lo presionaba cuando necesitaba presión, lo escuchaba cuando necesitaba hablar y se preocupaba por él casi más que él mismo.

No quería que ninguna mujer se hiciese hueco en su corazón nunca más. Ya había aprendido la lección con Camille y desde entonces no había dejado que nadie se acercara a tan vulnerable territorio.

Con sus mentiras y su traición, aquella mujer le había hecho aprender mucho a los veinticinco años. Desde entonces no creía en el amor, ni perdía el tiempo buscándolo.

Y sin embargo no podía dejar de pensar en Astrid.

La había oído salir varias veces en los últimos tres días. Más de una vez lo había distraído el sonido de la risa y las voces procedentes de su apartamento. Ella no estaba sufriendo. ¿Entonces por qué él sí?

Debía de ser el sentimiento de culpa porque sabía que le había hecho daño, aunque hubiera sido de manera completamente involuntaria. Muy a su pesar, Hiccup había quedado fascinado con ella y no había pretendido hacer que se sintiera estúpida, ni herir sus sentimientos. Las lágrimas de una mujer eran capaces de destrozarlo por mucho que supiera lo falsas que podían ser.

Pero el llanto de Astrid no le había parecido falso, aquellas lágrimas habían sido naturales como gotas de lluvia.

Sabía que no podría resolver el problema hasta que hubiese arreglado las cosas con ella. Era consciente de que no se había disculpado adecuadamente, así que tendría que volver a hacerlo ahora que Astrid había tenido tiempo de controlar un poco esas emociones que dejaba salir con tal libertad.

No había motivo alguno para que fueran enemigos. Ella era la nieta de un hombre al que Hiccup admiraba y respetaba y no creía que Daniel Cloud opinase lo mismo de él si se enteraba de que había hecho llorar a su pequeña.

Lo cierto era que le importaba mucho la opinión de Daniel Cloud.

Y también la de Astrid, le dijo una vocecita.

Por eso de pronto se encontró yendo hacia la puerta en lugar de trabajar.

La había oído salir hacía ya bastante, así que decidió salir y esperarla en la puerta. Entonces se disculparía de verdad con ella y podrían volver a ser buenos vecinos. Además tenía que devolverle los cien dólares porque, aunque al principio se había divertido con la ocurrencia, ahora hacía que se sintiera como un sinvergüenza.

Pero estaba seguro de que Astrid no tardaría en reírse de lo ocurrido y volver a ser la chica alegre de siempre. Una mujer como ella no podría seguir enfadada por mucho tiempo.

Hiccup se habría sorprendido de ver hasta qué punto seguía enfadada Astrid, pues mientras subía en el ascensor, se lamentaba de tener que pasar por delante de su puerta para ir a casa porque cada vez que pasaba por el 3B se acordaba de lo estúpida que había sido y lo estúpida que él le había hecho sentir.

Tenía intención de sacar la llave antes incluso de salir del ascensor para no tener que entretenerse en el descansillo, pero iba muy cargada con la compra y aún estaba buscándola cuando salió.

Apretó los dientes al verlo y lo miró con toda la frialdad que pudo.

—Astrid—Hiccup nunca la había visto mirarlo de ese modo, pero la frialdad de sus ojos lo hizo estremecer—. Déjame que te ayude con esas bolsas.

—No necesito ayuda, gracias —Astrid habría querido tener tres manos para poder encontrar de una vez las malditas llaves.

—Yo creo que sí, si vas a seguir buscando en el bolso —dijo intentando sonreír cuando por fin consiguió quitarle una de las bolsas—. Escucha, ya te he dicho que lo siento. ¿Cuántas veces tengo que disculparme para que quites esa cara de enfado?

—Vete al infierno —replicó ella—. Dame la bolsa —le ordenó una vez tuvo la llave en la mano.

—Te la llevaré a la cocina.

—He dicho que me des la maldita bolsa —forcejeó con él y al ver que no podía, se dio media vuelta—. Muy bien, entonces quédatela.

Abrió la puerta y se disponía a cerrarla de golpe cuando él la sujetó. Sus ojos se encontraron y Hiccup creyó ver violencia en los de ella.

—Ni se te pase por la cabeza —le advirtió—. Yo no soy un atracador desnutrido.

Astrid sabía que de todos modos podría hacerle daño, pero se dio cuenta de que eso sería hacerle parecer más importante de lo que quería que fuera. Así pues, dejó que le llevara la bolsa a la cocina y ella hizo lo mismo con la suya.

—Gracias. ¿Quieres una propina?

—Muy graciosa. Antes dejemos solucionada otra cosa —dijo al tiempo que se sacaba cien dólares del bolsillo—. Aquí tienes.

Laura miró el dinero sin el menor interés.

—No voy a aceptarlo. Eso dinero te lo ganaste. De hecho, te debo otros cincuenta, ¿verdad?

Hiccup apretó la mandíbula con furia al ver que echaba mano de su bolso.

—Ya está bien, Astrid. Toma el dinero.

—No.

—He dicho que agarres el maldito dinero —la agarró de la muñeca y se la hizo girar para ponerle el dinero en la mano.

Se quedó atónito al verla convertir en confeti un billete de cien dólares.

—Ya está. Problema resuelto.

—Eso ha sido una solemne estupidez —dijo Hiccup después de respirar hondo para intentar mantener la calma.

—Bueno, ¿para qué cambiar? Ahora ya puedes marcharte.

Su voz sonó tan ecuánime, que Hiccup se habría ido de no haber visto el modo en que le temblaban los dedos mientras guardaba la compra en los armarios. Aquel simple temblor hizo que toda su furia desapareciera y sólo quedara la culpa.

—Astrid, lo siento —la vio titubear antes de colocar el siguiente bote—. Se me fue de las manos y no hice nada por pararlo. Pero debería haberlo hecho.

—No tenías por qué mentirme; te habría dejado en paz si me lo hubieras pedido.

—No te mentí, o al menos no pretendía hacerlo. Es cierto que dejé que creyeras algo que no era cierto. Quiero tranquilidad, la necesito.

—Pues ya la tienes. No soy yo la que se ha colado en tu apartamento a la fuerza.

—No, es cierto —hundió las manos en los bolsillos—. Te he hecho daño y no debería haberlo hecho. Lo siento mucho.

Astrid cerró los ojos al sentir que la puerta que había prometido mantener cerrada comenzaba a abrirse.

·La chica perfecta·Donde viven las historias. Descúbrelo ahora