8|¿Quién besa mejor?

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Con todo lo que sucedió en la mañana; el caramelo con hierba, la conversación con Sean que terminó... que terminó como terminó, había olvidado algo realmente importante que me traía bastante preocupada desde que desperté y noté que no estaba. Mi anillo de compromiso estaba extraviado.

Al inicio supuse que Sean lo mantenía en su poder, así que le entregué un trozo de papel citándolo en el lugar donde habíamos estado el día que llegó. Sin embargo, él dijo que no lo tenía y, por mucho que odie la idea de que me case con alguien más, él no me mentiría. Entonces había llegado a la conclusión de que no me quedaba otra opción que retroceder sobre mis pasos hasta el último lugar donde lo vi: La fuente principal.

Luego de darme una ducha y arreglarme me dirijo allí. Tomo asiento en el borde y paseo a su alrededor con disimulo, con expresión de aburrimiento, jugando con el agua ocasionalmente, haciendo todo lo que se me ocurre para que nadie suponga siquiera que estoy buscando algo. No obstante, luego de media hora, no he visto ni un destello semejante al anillo en el fondo de la fuente. La cual no es muy profunda, ni tan grande.

Me acomodo en una banca y suelto un largo suspiro.

— ¿Buscas algo, hija mía? —me sobresalto. El padre Albert aparece de la nada y toma asiento a mi lado.

Él tiene con Dios más en común de lo que cree. Por ejemplo, dicen que Dios está en todas partes, el padre Albert también. Donde menos te lo imagines —Puf —aparece.

— ¿Yo? No —niego agitando las manos en el aire con una sonrisa incómoda curvando mis labios.

— ¿Segura? Quizás ¿Un anillo? —muestra un aro de metal resplandeciente que conozco bien —. Una monja lo encontró en la fuente.

Me tenso de cabeza a pies. No puedo permitir que se lo cuente a mis padres. No puedo ni imaginar que cara pondrían esta vez.

— Edén, lo que haces no está bien —suelta con ese tono pausado y sereno que nunca lo abandona.

Me dejo caer al suelo, de rodillas ante él, con mis manos entrelazadas frente a mi rostro.

—Ay, padre. Perdóneme —suplico con la razón nublada por el miedo de que mis padres sepan algo, por pánico a su reacción, a su cara de profunda decepción —. Yo no quería. Ay, no. Mentir es pecado. Yo sí quería padre, la carne es débil. Soy una pecadora, merezco lo peor. Acepto cualquier castigo que me imponga.

—Hija mía...

—Sí, padre. Ya sé —lo interrumpo mirando al suelo —. No merezco que el Señor me acompañe. Le juro que nada lo he hecho con intensión de ofender, yo solo...

—Usted solo no se quiere casar —concluye por mí. Aunque no era eso lo que me disponía a decir —. Usted no ama a su futuro esposo, pero estuvo mal lanzar el anillo a la fuente en un momento de frustración...

— ¿Lanzar el anillo a la fuente? —repito en voz muy baja.

—Pero por eso no mereces lo peor, hija —toma mi mano y deposita el anillo allí —. Reconsidera la boda si te sientes de esa forma. El Señor lo entenderá.

Se pone de pie y me da su bendición antes de marcharse. Aun percibo la presión en mi pecho por el miedo que sentí al pensar que había descubierto lo que estaba pasando con Sean.

Todavía no me había recuperado cuando veo en la distancia unos ojos azules fijos en mi y el miedo se convierte en ansiedad. Tobía se acerca con un ramo de flores y una gran sonrisa.

"Reconsidera la boda si te sientes de esa forma. El Señor lo entenderá."

Recuerdo las palabras que recién me dijo el padre Albert. Él no sabía que reconsideraba esta boda varias veces al día pero, aunque El Señor comprendiera, mis padres no lo harían, y no quería decepcionarlos más. Ver a Tobías en este momento solo aumentaba mi ansiedad y la culpa por todo lo que estaba sucediendo desde que Sean apareció en el convento. Y por no ser capaz de encontrar un poco de fuerza de voluntad para decirle "no" a Sean definitivamente.

Tú y Yo, Hasta Que La Muerte Nos Separe ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora