7| El otro uso del confesionario

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Después de pronunciar la oración postcomunión, en la que ruega para que la misa celebrada produzca frutos abundantes en los fieles y en la iglesia, el sacerdote nos saluda y traza la señal de la cruz en el aire invocando la Trinidad.

—Que la bendición de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo descienda sobre vosotros.

Los presentes comenzaron a ponerse de pie para retirarse de la estancia a paso calmado, pero yo me quedo en mi lugar. Me mantengo sentada en la banca de madera con los brazos cruzados a la espera de que el barullo se convierta en silencio, la multitud en ausencia.

—¿Qué haces? —pregunta Nadia de pie a mi lado —. Llegaremos tarde a la terapia de hoy.

—No puedo ir hoy —informo alzando la vista para observarla. Trae su cabello corto mas despeinado que de costumbre. Sus padres le enviaron ropa decente para que no tuviese que vestir con lo que le habían facilitado las monjas. Ahora se paseaba por el convento como si estuviesen a punto de recogerla para ir a una entrega de premios —. Tengo un asunto pendiente.

—¿Con Dios?

—Sí.

—Te acompaño. Me gustaría conocerlo.

—No —me puse de pie antes de que su trasero hiciera contacto con la banca —. Tengo que estar sola.

—¿Por qué? Dios es de todos.

—Nadia, tomate las cosas con seriedad por una vez —repaso los alrededores. Ya no queda casi nadie en la iglesia. Tres monjas, una persona sentada en las bancas del lado contrario, Nadia y yo.

—¿Y a ti que te pico?¿El bichito de la seriedad?

—Tengo algo que hablar con... el padre Albert.

—¿Ese que sale de la iglesia con tres monjas? —apunta en dirección a la salida, donde se encuentran las cuatro personas de las que habla.

—Ese mismo —digo resignada —. Solo adelántate. Te veo allí.

—Esta bien —Abre una mini bolsa que trae colgando de la mano y saca unos caramelos —. Toma.

Me entrega uno y se lleva otro a su boca. La imito. Es un caramelo masticable con un sabor refrescante, quizás menta mezclada con algo. Ella no dice nada mas, me da la espalda y se marcha.

En las bancas del lado contrario al que me encuentro alguien se pone de pie. Lo sigo con la vista mientras camina en dirección al confesionario y se introduce en la división que le corresponde al padre. Acomodo el velo en mi cabeza y sigo el mismo camino mientras saboreo el caramelo que me dio Nadia, asegurándome de que somos los únicos que quedamos en la iglesia.

Me detengo delante de la gruesa cortina oscura. Esta no ha sido mi mejor idea, pero era necesario verle, y nadie nos buscaría aquí dentro.

Rápidamente me introduzco en el reducido espacio. Mi corazón palpita aceleradamente y, por alguna extraña razón, lejos de preocuparme porque nos atrapen me siento eufórica por la situación. Muerdo mi labio inferior intentando ocultar una amplia sonrisa.

—¿Qué? —pregunta Sean sonriendo también —. ¿Por qué ríes?

—Por nada —suelto una risita y me encojo de hombros —. Devuélveme mi anillo.

—Yo no tengo tu anillo.

—No bromees —acabo con el poco espacio que nos separaba ubicando mi cuerpo sobre el de él —. Lo necesito —.Susurro.

Él ríe. Humedece sus labios con la punta de su lengua y, instantáneamente, yo hago lo mismo. Me embelesa con ese simple acto. Su boca casi hace contacto con la mía cuando habla:

Tú y Yo, Hasta Que La Muerte Nos Separe ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora