Capítulo 1

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Recuerdo una temporada de mi vida en la cual fui extremadamente feliz.

Mi tía Amelie horneaba galletas de mantequilla cada sábado por la mañana. El olor impregnaba toda la casa y se escapaba por las ventanas, ocasionando que pequeños animalitos que cruzaban el campo se detuvieran a olisquear y a intentar discernir de dónde provenía tan dulce y apetitoso aroma. A veces, la ropa de la misa del domingo que ya tenía planchada y preparada para el día siguiente, se apropiaba también del olor.

Mis manos siempre solían mantenerse calientes gracias a las tazas de leche recién ordeñadas que me ofrecía para desayunar. A pesar de las extremadamente bajas temperaturas a las que estábamos sometidas, la calidez del hogar nunca permitía que pasáramos frío.

Mi pueblo estaba conformado por un total de quince casas familiares. Teníamos una parroquia a la cual acudía el sacerdote del pueblo de al lado una vez por semana y la tienda de ultramarinos más importante de las islas Hébridas, fundada por el bisabuelo de Clyde. No es que fuera muy grande, pero tenían bastante venta, dado que el género era casero y de calidad. De hecho, los Hume eran aficionados a la pesca y todos los productos de mar que no pedían ultracongelados eran atrapados por ellos mismos.

La rutina allí era tranquila y apaciguada. La gente trabajaba en granjas climatizadas o tejiendo suéteres de lana. Las mujeres, habitualmente, se quedaban en casa cuidando de los pocos niños que habitaban el gélido lugar. Estos crecían correteando libres por el bosque, sin un teléfono móvil que marcara sus tiempos de ocio, socializando con los animales y con los pocos amigos que tuvieran de su edad.

En el pueblo no existía la costumbre de correr para llegar a tiempo a los sitios, ni la de no perdonar a aquel que te había pedido disculpas: tampoco nos carcomía la envidia y el orgullo ni hablábamos más alto que el sonido de la lluvia cuando nos enfadábamos con los demás. Con el paso del tiempo, me he dado cuenta de que no en todos los sitios se sigue este tipo de normas implícitas. Simplemente, teníamos otro modo de vivir.

El horno de gas con el que cocinábamos me solía tener absorta durante el horneado: me quedaba mirando cómo la tenue luz que iluminaba el interior provocaba una metamorfosis en los alimentos, convirtiéndolos en manjares dulces, comestibles y apetitosos. Cuando las galletas ya estaban hechas, mi tía las sacaba con cuidado y siempre me ofrecía una antes de que se enfriaran. A pesar de estar muy delgada, ella sufría de diabetes, por lo que en contadas ocasiones probaba los postres que ella misma preparaba.

—Cuidado no te vayas a quemar.

Tras la muerte de mis padres, me acogió como a la hija que siempre quiso tener, y gracias a ella, nunca me faltó de nada. Apenas tengo recuerdos de mamá y papá, pues solo tenía tres años cuando el barquito con el que solían salir a navegar con los Hume se hundió con ellos y con los padres de Clyde dentro. Él se encargó de sacar adelante junto a sus abuelos al resto de sus hermanos. Yo fui hija única, así que simplemente, me fui a vivir con Amelie, la hermana de mi madre.

No obstante, la persona con la que me crié acabó por desaparecer también poco después de que me despidieran del trabajo en el que había estado por dos años y medio. Ese fue el punto de inflexión que me hizo replantearme volver a mi pueblo natal y, al menos, quedarme un tiempo para reflexionar qué hacer con mi vida después del trágico suceso. Mi tía era la única familia que me quedaba en todo el mundo.

Fue de hecho una bajada de glucosa lo que ocasionó su fallecimiento. A pesar de la distancia entre Edimburgo y las Hébridas, pedía el permiso y volvía a casa cada dos meses para verla. Los últimos inviernos habían estado siendo muy crudos, así que básicamente me encerraba en su humilde casita de madera hasta que el tiempo era favorable para coger el avión de regreso. Esta vez, volvía sin intención de retomar mi vida en la capital.

Me encogí en mi cárdigan de punto y me acomodé en el asiento. A través de la empañada y diminuta ventanilla de la avioneta, empezaba a divisar, muy en la lejanía, las pequeñas casitas que conformaban Northbay. Después de aterrizar solo tendría unos quince minutos de trayecto en el coche de MacLeod, el hombre que a parte de ser guardia de bosque, también hacía de taxi, hasta llegar a casa. Solo existía un trayecto por el que los habitantes lo pudiésemos necesitar, así que simplemente, lo solicitábamos y él nos recogía desde el pequeño aeropuerto de la isla.

—Señores pasajeros —anunció la voz del piloto por megafonía—, abróchense los cinturones. A partir de ahora se dará inicio a la maniobra de aterrizaje. Gracias por su colaboración.

Me agarré al reposabrazos y recé para que no hubiera turbulencias. Nunca me habían gustado las alturas, a pesar de tener que viajar constantemente de las islas hasta la capital.

Por suerte, todo salió bien.

Tiempo después, recogía mis maletas y me dirigía a buscar entre la gente al señor MacLeod. Las nubes que se podían contemplar a través de los enormes ventanales del aeropuerto amenazaban con descargar una violenta tormenta que esperaba que no interfiriera con el viaje de retorno.

En mi pueblo solía llover bastante a menudo. Bueno, de hecho, se podría decir que en todo el país ocurría lo mismo. Aunque en ocasiones podía ser un inconveniente para salir a trabajar o quedar con tus amigas, la verdad es que los paisajes generados gracias a toda la humedad y vegetación producida por la lluvia compensaban los días de retiro espiritual forzado por el mal tiempo. Me agradaba mi pueblo porque además de estar formado por gente tranquila, también estaba rodeado de personas dedicadas: ante una borrasca de larga duración, acogían en sus refugios a todos los animalitos del monte que encontraban en peligro.

Con una pequeña sonrisa gentil que le devolví al guardia de bosque una vez coloqué todas mis maletas y pertenencias en el maletero, dibujé galletas en la ventana del taxi de camino a la casa de mi tía Amelie. Galletas como las que solía preparar ella. De mantequilla. Servidas en platos llanos de florecitas azuladas. Cocinadas con todo el cariño y amor que albergaba por mí. Aunque en el dibujo, probablemente, no se pudieran apreciar estos pequeños detalles.

¿Qué sería de mi vida como heredera de la casita que me había visto crecer? Hacía tanto tiempo que vivía sola que la ausencia de gente en casa no iba a ser un problema. Pero, desde luego, el hecho de ser consciente de que no iba a convivir con mi tía nunca más hacía que se me encogiera el corazón. La iba a echar muchísimo de menos.

La nostalgia se entrelazaba con cada recuerdo a medida que el viento helado de la isla balanceaba los árboles de los alrededores. Recordaba los días pasados en el pueblo, días de tranquilidad donde el tic-tac del reloj parecía acompasarse con el suave murmullo del mar. El regreso no solo significaba reencontrarme con las estrechas calles de piedra y las acogedoras casas del lugar, sino también con los susurros de historias enterradas en cada rincón. La tierra parecía impregnada de nostalgia y esperanzas, como si cada brizna de hierba susurrara la promesa de un nuevo comienzo.


Me pasé todo el viaje perdida en mis pensamientos. Cuando llegué a mi destino, le pagué al hombre y al salir del coche, empecé a notar que empezaba a chispear. Tenía poco tiempo antes de que la tormenta se desatara.

Arrastrando todas mis cosas con rapidez, busqué las llaves de casa en alguna de mis mochilas. Sin embargo, durante mi búsqueda apresurada para que nada se me mojara, escuché unos pasos de alguien que se acercaban por detrás.

—Cuánto tiempo, Freya.

Una promesa en las HébridasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora