Estar entre los brazos de Clyde, que se sentían tan firmes y acogedores como siempre, me sumergió en un torbellino de emociones. Durante muchos años hicimos nuestras vidas por caminos distintos, cada uno de nosotros haciendo nuestro mayor esfuerzo para superar nuestra ruptura. Esta fue especialmente dolorosa, porque no lo dejamos por no dejar de pelear o por la presencia de una tercera persona, sino porque mi futuro estudiantil y laboral dependía de continuar con mi vida en Edimburgo. Quién me iba a contar que, después de tantos años, me volvería a sentir como aquella inmadura muchacha de dieciocho años que lloraba todas las noches porque había roto con el amor de su vida.
Llegué a casa con la comida medio descongelada y abatida por un creciente desasosiego emocional. A pesar de que me sentía mejor desde que Clyde me apretó contra su pecho y me prometió que pronto hablaríamos de todo lo que teníamos pendiente, no llegaba a conciliar que estuviera esperando un bebé con otra mujer.
Un hijo con Susanne. Dios mío. Cada vez que la idea surcaba mi mente, mi estómago me daba un vuelco y me amenazaba con devolver toda la comida que le había metido por el mismo lugar por donde había entrado.
Saqué toda la compra de las bolsas y metí en el congelador todo lo que aún era apto para bajas temperaturas. A la fuerza tuve que descongelar otras cosas, pues, me distraje tanto rato en la tienda de ultramarinos de los Hume, que muchos productos comenzaron a derretirse y solo ser aptos para la temperatura ambiente. Finalmente, guardé las bolsas en un armario y reparé en el llavero que le compré a Ronald hacía un rato.
La ola de mar tallada en madera de roble relucía debido a una fina capa de barniz. Entrecerré los ojos, observándola. Casi podía imaginarme las cuidadas manos de Susanne puliendo el llaverito con fingida delicadeza.
—Mereces que te tire al contenedor —susurré, enfurruñada.
Sin embargo, había pagado tres libras por ella, así que, con desgana, la metí en un cajón y lo cerré con fuerza. Al fin y al cabo, la muchacha no tenía ninguna culpa. Tenía bastante suerte, de hecho. Northbay no te ofrecía demasiadas oportunidades laborales, pero si te conformabas con trabajar en el campo o en los pequeños negocios que algunos habitantes todavía conservaban, podías disfrutar de una vida apaciguada y sumida en la naturaleza.
¿Por qué me empeñé en dejar mis raíces y aspirar a mucho más? Al fin y al cabo, había acabado en el mismo lugar del que me había ido.
Después de darle largas vueltas a cada uno de mis pensamientos y maldecirme por haberme ido a estudiar fuera porque después de ese abrazo la nostalgia me había hecho trizas, no pude hacer nada más que sentarme en el sillón de mi tía y echarme a llorar.
—¿Tú no sabías nada de esto? —le pregunté a mi tía Amelie, enjugándome las lágrimas, que se deslizaban desenfrenadamente por mis mejillas.
Puede que sí que fuera consciente de que Clyde iba a ser papá. Quizás nunca me lo dijo porque no esperaba que volviera a casa a quedarme, o puede que tuviera cierto reparo al hablarme de él al imaginar que yo pudiera albergar sentimientos por lo nuestro todavía y este hecho pudiera causarme daño.
Mi tía Amelie actuó de forma sabia. La verdad es que preferiría nunca haberlo sabido.
Me eché una mano a la cabeza e intenté relajarme. Imágenes de Clyde con un hijo entre sus brazos rebotaban de un lado a otro de mi cabeza. Sin embargo, las peores eran las que me hacían indagar qué es lo que habría hecho con Susanne para que ella se quedara embarazada.
¡Maldita sea! ¿Qué ganaba torturándome de esa forma?
Mis pensamientos fueron interrumpidos por un mensaje en mi teléfono móvil. Bajé la mirada y descubrí que era Malcolm quien me escribía.
"Mañana te llegará por correo postal la nueva colección de lencería de encaje con la que nos vamos a promocionar. Todo es de tu talla. Pruébatelo y hazte fotos delante de un fondo blanco. Mándamelas en cuanto las tengas".
Dejé escapar un suspiro exasperado y apreté mi teléfono contra mi pecho. No podía estar pasándome esto. Ahora mismo, trabajar y más en esto, era lo último que me apetecía. ¿En qué momento había pasado de ser graduada en economista a modelo de ropa interior? Otra mala decisión.
Tiré el móvil en el sillón y desaparecí del salón para airearme. Necesitaba un descanso. Un respiro. Algo que me hiciera asegurarme de que haber vuelto al pueblo había sido una buena idea y no la peor elección de toda mi vida.
Despojándome de mi ropa poco a poco, me preparé un baño caliente y nada más este alcanzó la temperatura deseada, me sumergí dentro de él, intentando borrar de mi cabeza todo aquello que no me ayudaba a avanzar en estos momentos. Mi trabajo no era lo que esperaba haber conseguido. Más bien, llegaba a avergonzarme. Tenía que encontrar la forma de ganar dinero y trabajar con Malcolm sin que todos mis conocidos me vieran medio culo.
Respiré profundamente y accedí a que el agua tibia relajara cada uno de mis tensos músculos. Dejé que el jabón avainillado que me había acompañado durante toda mi infancia impregnara cada uno de los poros de mi piel al mismo tiempo que observaba distraídamente la danza de mis claros cabellos bajo el agua. No salí hasta que estuve lo bastante calmada como para volver a dejar que la lógica, y no mis sentimientos, guiaran de nuevo mi forma de sentirme.
Enrollada en una toalla, rebusqué en mi armario para encontrar algo que ponerme. Aunque la casa era cálida, mis pies estaban más fríos que un témpano de hielo.
Me decidí por coger un pijama de terciopelo y unas braguitas de algodón. Sin embargo, fue en el cajón de la ropa interior donde encontré algo que me hizo regresar al estado de melancolía y ansiedad que tenía desde que descubrí que la panza abultada de Susanne había sido en parte ocasionada por mi exnovio.
Saqué cuidadosamente unos calcetines de pescaditos que tantos recuerdos me traían. Aun con mil pelusas y muy desgastados, seguían siendo igual de especiales. Fue el primer regalo que me hizo Clyde, justo por nuestro primer mes juntos. Por aquel entonces solo éramos unos críos, pero nos queríamos un montón.
Sujeté los calcetines con nostalgia. Como si fueran un vínculo tangible con el pasado. Como si apretándolos entre mis manos, todavía pudiera acceder al corazón del chico con el que, al parecer, todavía deseaba estar...
Finalmente, los dejé donde estaban. No volvería a tocarlos.
Él había sido capaz de pasar página. ¿Por qué no podía serlo yo también?
Comparándola con la de Clyde, ni siquiera sentía una décima parte de tristeza por haber roto mi última relación en Edimburgo. El chico se llamaba Anthony y estuve con él un año y medio. A pesar de que creí estar felizmente enamorada durante ese tiempo, una semana después de dejarlo me di cuenta de que mi vida era completamente igual con su ausencia. No tuvimos una relación demasiado saludable, que digamos, pero no estuvo mal.
¿Por qué no me ocurría lo mismo con el muchacho de los Hume?
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Una promesa en las Hébridas
RomanceTras la marcha de Freya Ferguson a Edimburgo para estudiar y de haber dejado toda su vida atrás en su pequeño pueblo de las Hébridas, Clyde Hume, su primer amor, se queda al mando del negocio familiar que desde siempre ha dado de comer a toda su fam...