Capítulo 5

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Malcolm me había estado enviando a través de mensajería móvil durante todo el fin de semana imágenes de conjuntos de lencería que aspiraba a vender en su primer establecimiento. Eran sensuales, de colores atrevidos y de tejido de encaje.

Y no solo eso. Me había pedido que, cuando pidiera la primera tanda de existencias, me hiciera fotos con algunos puestos para lucirlos en los escaparates.

—Pero Malcolm... —le dije días atrás —. No quisiera que mis fotos aparecieran en ningún lugar.

—Tranquila —me contestó—. Te garantizo que recortaré tu rostro. Incluso puedes hacerlo tú misma, si te quedas más segura.

Era evidente que no me convencía mostrar mi cuerpo de forma pública. Al fin y al cabo, yo había estudiado para ser economista, no modelo.

Tras acabar con todas las conservas que mi tía Amelie dejó en la despensa, me hice el ánimo de ir a comprar. En Edimburgo me había acostumbrado a hacer la compra en grandes superficies, pues, a pesar de que la calidad no era tan buena como los productos hechos a mano, es cierto que todo era más económico, había muchísima más variedad y podías ir prácticamente en pijama: era muy improbable que te encontraras con alguien conocido.

Sin embargo, en Northbay, sucedía todo lo contrario. Para alimentarte con lo más básico tenías una exclusiva y única opción: acudir a la tienda de ultramarinos de los Hume. A no ser, claro está, que estuvieras dispuesto a desplazarte unos cuantos kilómetros para buscar otro local donde te pudieran vender algo de comida.

Suspirando profundamente, me vestí con un suéter de lana blanco y unos tejanos de pitillo. Todavía estábamos a finales del otoño, pero ya se empezaba a notar el gélido frío que pronto se materializaría en una blanca nevada que adornaría los alrededores del pueblo. La hierba continuaba igual de verdosa y reluciente que siempre, aunque los animales deberían estar ya encontrando refugio para pasar el duro invierno escocés.

No me sentía del todo cómoda tras mi último encuentro con Cándida y Clyde. Después de tantos años de amistad y en el caso de él, noviazgo, lo había sentido frío, escueto e incómodo. Desde luego, siempre que pensé en un reencuentro nunca me lo imaginé de esa forma.

En mi cabeza, nos lanzábamos a los brazos del otro. Nos estrechábamos concienzudamente. Nos mirábamos a los ojos, compartiendo unos instantes de intimidad.

En la vida real, ni siquiera nos dimos la mano.

Aunque ya habían pasado unos días, me costó hacerme el ánimo para salir de casa e ir en busca de los Hume para conseguir algo de comer. Me entretuve un largo rato de camino, posponiendo la llegada, contemplando las mariposas que aprovechaban el rato de luz para salir a volar y pisando las hojas caducas que ya habían caído de los árboles. Cuando llegué al establecimiento, inspeccioné el lugar a través del escaparate.

Después de un rato, y de haberme asegurado que no había ningún chico joven dentro despachando a la gente, decidí empujar la puerta y esta anunció mi llegada mediante un carrillón de viento. Una vez dentro, dejé el aire que estaba conteniendo escapar, pues tras el mostrador solo estaba Ronald, el abuelo. Rápidamente me percaté de que el paso del tiempo había hecho mella en su piel. Estaba más regordete y más arrugado.

Esbocé una sonrisa al entrar.

—Buenos días, señor Hume —saludé, acercándome hacia él.

Ronald me miró con alegría y le vi la felicidad en los ojos.

—Pequeña Freya —dijo, con afecto—. Te vi el otro día pasear. Eliana y Cándida me han contado sobre tu larga estancia en la capital.

—Sí, bueno... —titubeé un poco al darme cuenta de que Clyde no había sido nombrado por su abuelo—. Las puse un poco al día. ¿Cómo estáis todos? —inquirí, moviéndome hacia las neveras de refrigeración para buscar algo fresco.

Una promesa en las HébridasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora