La voz de la señora Grant provocó que me volteara hacia ella. Vestía un delantal de tejido de rafia por encima de un vestido vichy celeste. En su mano derecha sostenía una cesta con algunas manzanas con las que probablemente haría un pastel.
Sus ojos brillantes me transmitían tristeza, a pesar del esbozo de sonrisa que se asomaba en su rostro.
—¿Has vuelto a casa? —me preguntó.
Asentí con la cabeza.
La señora Grant tenía tan solo diez años más que yo, pero las arrugas del cansancio provocado por cinco hijos a su cargo y problemas económicos empezaban a notarse en su aún joven piel. Ella era bajita, redondita y tenía los ojos marrones como las rocas, de tonos claros como la arcilla. Siempre solía estar de buen humor y llevar sus cabellos recogidos en un moño y sostenidos por un pañuelo de algodón. Su marido era fontanero, pero como el pueblo estaba tan aislado del mundo y las tormentas eran frecuentes, a veces no podía ir a trabajar por miedo a sufrir algún accidente automovilístico. Los Grant eran los vecinos más cercanos de mi tía Amelie.
—Mi más sincero pésame, Freya —me dijo, alargando su brazo y tocándome el hombro—. El velatorio de tu tía fue el más colorido que puedo recordar. Todo el mundo le trajo flores. La queríamos mucho.
Imaginarme el entierro al que no pude acudir me rompió un poco por dentro. No pude despedirme de mi tía. Cuando todo ocurrió, estalló una tormenta en Edimburgo que nos dejó a todos encerrados en casa para evitar accidentes por el peligroso temporal. Parece ser que aquí en la isla el mal tiempo no sacudió tan fuerte a la población.
—Muchas gracias —murmuré. Las lágrimas amenazaban en arremolinarse en mis ojos.
—Espero que te vaya todo muy bien —me deseó.
La señora Grant se fue a su casa a medida que las gotas de la lluvia empezaron a caer con fiereza. Yo me refugié también.
El que siempre había sido mi hogar lucía invariable: no había ni mota de polvo, las luces funcionaban perfectamente y seguía emanando esa calidez característica de mi infancia. La única que faltaba era mi tía. Me había estado refugiando en la religión para llevar bien mi pérdida durante este tiempo, pues, aunque tan solo habían transcurrido un par de semanas desde su muerte, parecía que había pasado una eternidad.
Dejé mis cosas en el suelo y empecé a acomodarme. No solo había vuelto por esa palpitante necesidad de sentirme acogida que se acrecentaba por momentos, sino que también tenía que encontrar trabajo de lo mío urgentemente. Aun con un título universitario bajo la manga y una actitud positiva en cada una de las entrevistas, no había logrado convencer a prácticamente ninguna empresa para que me contratara, así que estuve sobreviviendo trabajando en supermercados de la zona. Una pequeña empresa de zapatería me dio de comer durante los últimos dos largos años, pero siempre estuve sufriendo porque iban recortando el personal poco a poco, hasta que, finalmente, me despidieron a mí también. Por el balance económico que llevé durante ese tiempo, supe que seguramente iban a caer en bancarrota.
Mi estrategia a partir de ahora iba a ser darme un tiempo para recuperarme anímicamente a la vez que buscaba algún empleo de forma telemática. Las amigas que hice en la capital ya hacían sus vidas con sus novios, y la última pareja que tuve allí, allí se quedó. Y mejor que allí se quede.
La tormenta empezaba a violentarse y las ventanas de madera chirriaban debido a esto. Vivíamos cerca de un acantilado, así que era bastante improbable que sufriéramos de una inundación. Sin embargo, cada vez que el tiempo actuaba de manera tan hostil, padecía bastante por la casa. Aunque era resistente, también era verdaderamente antigua.
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Una promesa en las Hébridas
RomanceTras la marcha de Freya Ferguson a Edimburgo para estudiar y de haber dejado toda su vida atrás en su pequeño pueblo de las Hébridas, Clyde Hume, su primer amor, se queda al mando del negocio familiar que desde siempre ha dado de comer a toda su fam...