Capítulo 9

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El aroma a té verde con canela impregnaba cada rincón de la casa de los Hume. Subiendo por las escaleras de la tienda, donde atendía Ronald de nuevo, las habitaciones de los hermanos habían cambiado ligeramente. Las de las chicas habían dejado de contener juguetes y muñecas; la de Clyde había pasado a tener una cama más grande; y la de los abuelos había sido reformada. La única que parecía conservar su esencia desde que me fui era la de Arran.

Caminé lentamente por el largo pasillo que daba al salón y observé detenidamente cada una de las fotos colgadas en las paredes. Algunas no habían cambiado. Otras sí. Me hizo ilusión seguir estando en una de ellas, con mi tía y toda la familia detrás de nosotras.

Eliana desapareció en la cocina para depositar la recolecta de setas en el fregadero y luego regresó para merendar con su hermana y conmigo.

—La abuela asó calabaza esta mañana —anunció Cándida mientras nos servía un poco de té y una porción de ese apetecible manjar en un pequeño plato—. Poneos un poco de miel y veréis qué rica que está.

—Cielos —soltó Eli mientras ponía los ojos en blanco tras meterse un trozo en la boca y no ocultar su deleite—. Qué delicia.

Asentí con la cabeza mientras la probaba yo también. Estaba realmente buena.

—¿Cómo fue el paseo por el bosque? ¿Encontrasteis muchos champiñones?

—Muchísimos —contestó su hermana menor—. Y, ¿a que no sabes qué? Conseguí uno de los grandes, de los que le gustan a Clyde.

—Oh, eso es genial. ¿No se lo has dicho antes de entrar?

Eliana negó con la cabeza.

—No lo hemos visto. ¿Dónde está?

Cándida se levantó y se acercó a una de las ventanas del salón. A pesar de que la casa tenía un aspecto antiguo y acogedor, disponía de las mejores vistas del pueblo, pues era la más cercana al acantilado y al océano.

Su hermana y yo nos levantamos con el té calentando las palmas de nuestras manos y miramos tras el cristal, intentando seguir la dirección de sus ojos avellana. Pude discernir a lo lejos a un muchacho sentado sobre unas rocas, con una caña de pescar entre sus manos. Su rostro estaba dirigido hacia el horizonte.

—Allí se pasa las horas —musitó Cándida, algo apenada.

Lo observé durante unos instantes. Por lo que sus hermanas me habían estado contando los últimos días, Clyde no parecía encontrarse en una época de su vida demasiado feliz, a pesar de que estaba esperando un hijo con Susanne.

El océano se extendía hasta donde alcanzaba mi vista. Respirando hondo, intenté ponerme en su piel. ¿Qué pensamientos le rondarían por la cabeza para pasar allí tanto tiempo solo?

—Siempre le ha gustado pescar —intervine, recordando escenas de años atrás.

Él solía poner sus manos alrededor de las mías mientras estiraba de la caña para sacar algún pescadito que había picado. Alguna vez lo había acompañado, aunque no era santo de mi devoción. Siempre admiré la paciencia y serenidad que se debía albergar para practicar esta afición sin aburrirse más que una ostra.

Cuando iba con él, mirábamos el horizonte sentados sobre algunas rocas cercanas al mar. No lo acompañaba por el mero hecho de compartir sus gustos, sino porque las charlas que teníamos allí, mirando las olas y la luna y sin nada mejor que hacer que respirar el aire fresco marítimo, eran enriquecedoras. Hablábamos sobre el futuro. Sobre el mundo que nos gustaría descubrir. Viajando, casándonos, formando una familia. Fue cerca de esa playa donde nos hicimos la promesa de permanecer juntos pasara lo que pasara.

Una promesa en las HébridasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora