Los labios de Clyde se sentían húmedos cuando rozaron los míos. Sus cabellos negros como el azabache cosquilleaban mi piel y sus ojos entrecerrados y nublados por el deseo me miraban con un cariño profundo. Los tenía tan oscuros que solo podía discernir su pupila cuando me encontraba a escasos centímetros de él, como ahora.
Una de sus fuertes manos se deslizó hasta mi cintura para apretarme más contra él. Su cuerpo era firme y sus brazos, grandes. Apenas pude reparar en sus movimientos cuando, de repente, me besó con fiereza. Su respiración estaba agitada y no se le veía capaz de detener un instinto que se iba acrecentando con cada movimiento de su boca.
—Freya —susurró.
Clyde me agarró con fuerza y protegiéndome la parte posterior de la cabeza con la palma de su mano, me empujó contra la pared de su habitación. Lentamente, sin dejar de besarme y sin esconder el disfrute que le provocaba cada vibración de mi cuerpo, fue bajando poco a poco hacia mi cuello. Cuando llegó, se me escapó un suspiro que solo lo incitó a no detenerse.
(...)
Me desperté más aturdida de lo normal. Aparentemente, la lluvia había cesado durante la madrugada y abriendo mis ojos un poco, ya era capaz de divisar, a través del gran ventanal de mi cuarto, algunos rayos de sol entre las montañas del horizonte.
Dado que la tormenta estuvo en auge durante horas, Eliana cenó conmigo mientras hablábamos sobre todo lo que ocurrió durante todos estos años y se quedó a dormir en la habitación de mi tía Amelie. Sin embargo, viendo el paisaje y la gran cantidad de tonos rosados que teñían los despejados cielos del monte, debía haberse ido ya a la escuela. Los niños y niñas (y en este caso, adolescentes) del pueblo aprovechaban al máximo las pocas horas de luz de las que disponíamos en el país.
Mi primera noche de vuelta había sido bastante buena. Me dormí rápido debido al cansancio y dejé de pensar en absolutamente todo lo que rondaba por mi cabeza. Me encantó escuchar los sonidos causados por el temporal desde el exterior, pero más todavía soñar algo tan bonito como lo que soñé. Clyde parecía haber sido bloqueado por mi memoria durante el tiempo que estuve en la ciudad, pero, ahora que había vuelto, era el primer pensamiento que me asaltaba durante la noche y al despertar.
¿Cómo era posible que, después de tantos años, pareciera haberse detenido el tiempo y haber regresado yo al punto de partida? Era como si solo hubiera transcurrido una semana desde el día en que me fui a Edimburgo. Como si el tiempo en este pueblo se hubiera detenido y, aunque evidentemente, había habido cambios físicos en los habitantes, todo siguiera exactamente igual.
¿Tendrían los demás mi misma percepción?
—Vamos allá —murmuré para mí misma, despegándome del edredón.
Me preparé un desayuno contundente y dediqué gran parte de la mañana a organizar cada una de mis pertenencias. No sabía por cuánto tiempo iba a estar aquí, ni siquiera si el hecho de quedarme iba a ser una decisión temporal o me iba a asentar definitivamente. Lo que sí que sabía es que iba a permanecer lo suficiente como para tener cada cosa en su lugar.
Cuando tuve cada pieza de ropa en su sitio, la despensa organizada y el frigorífico al día, después de enviar varios currículums a empresas online, decidí vestirme con algo más decente y dar un paseo por el pueblo, con la intención de asegurarme de que Eliana había vuelto a casa después del colegio que la formaba hasta bachillerato.
O al menos, esa fue la excusa que me di a mí misma.
Cerré con las llaves de hierro la casa y respiré hondo, inhalando el aire fresco de las Hébridas. Olía a hierba y salitre. Levantando la mirada, a parte de las pequeñas casitas del pueblo, muy a lo lejos también podía divisar un par de ciervos comiendo heno.
Caminé unos cuantos pasos en dirección a las montaña. La casa de piedra de mis vecinos se encontró ante mí tan solo unos segundos después.
—Buenos días, señor y señora Grant —saludé con una sonrisa nada más crucé su portal, ya que tenían la puerta abierta. Supuse que la noche anterior se les estropeó la calefacción.
Unos ojitos infantiles se asomaron por la ventana y me examinaron con la mirada. Le sonreí al niño que tenía el mismo color de ojos que su madre y que me observaba con curiosidad y seguí caminando. Seguramente nació mientras yo estuve en la capital. Mis vecinos me saludaron desde la lejanía. Probablemente estaban ocupados.
Las calles adoquinadas me recordaban a toda mi más temprana juventud. Aquí me había criado. Aquí había crecido. Los prados habían sido mi cuna, también los animales salvajes que habitaban en ellos. Me hice mayor respetando a la naturaleza pero sin albergar ningún tipo de temor hacia ella; con libertad, normas, cuidados y con la suerte de poder jugar hasta el atardecer. En Edimburgo los niños acudían a actividades extraescolares, eran presionados para obtener buenas notas y tenían terminalmente prohibido soltarse de las manos de sus mamás mientras caminaban por la calle. Nada que ver con lo de aquí.
Empecé a notar mi corazón acelerado a medida que me iba acercando a la casa de los Hume. Desde lejos, podía tantear un par de figuras: la del abuelo, que parecía estar sentado y enlatando algún tipo de encurtido; y la de Cándida, sentada en el mostrador de la tienda de ultramarinos.
Cándida era la segunda hija de los Hume. Era un par de años menor que yo, y su personalidad exactamente igual a la de cada uno de sus hermanos: muy buena persona, afectuosa, infantil y trabajadora. El único que se saltaba la norma era el primogénito, pues difería al ostentar un temperamento más serio.
Por unos momentos, la muchacha levantó la mirada. Todavía no estaba tan cerca como para poder discernirme, pero si su hermana le había dicho que yo había vuelto, probablemente se imaginaba que acudiría a su casa en algún u otro momento. El reencuentro con Clyde era inevitable. Simplemente, lo estaba retrasando. Me aterraba que las cosas hubieran cambiado demasiado. Que no estuviera dispuesto a retomar el contacto conmigo.
Sí, definitivamente, Cándida me había visto. Estaba saliendo de la tienda escopeteada. Su abuelo la miró extrañado.
—¡Freya! —gritó desde la lejanía, casi corriendo hacia mí. Su cara era la misma que tenía hacía siete años atrás.
Me quedé congelada en el sitio. Estaba a punto de reencontrarme con la segunda de los cuatro hermanos. ¿Cuánto tiempo necesitaba para enfrentar lo que debía hacer?
Cándida me envolvió con sus brazos.
—¿Cómo estás? —me preguntó, estrechándome —. Te hemos echado mucho de menos.
Le devolví el abrazo y disfruté de su contacto. Seguía usando el mismo champú floral y de hierbas aromáticas de siempre.
—Y yo a vosotros —contesté, casi en una respuesta automática.
—Eliana nos lo ha contado todo antes de irse a estudiar esta mañana —me informó—. Pero tú y yo tenemos que ponernos al día. ¡Aquí en el pueblo tengo a las amigas contadas! Literalmente, me caben en dos dedos.
Sonreí.
—Eso también tiene su encanto.
—Sí, se podría decir que sí...
Algo en la expresión de Cándida me dio a entender que estaba confundida. Miró por detrás de mi figura y se cruzó de brazos.
—¿No decías que a los Grant se les había estropeado la caldera? —le inquirió a alguien más.
Mi corazón se detuvo por unos momentos. Lentamente, me di media vuelta.
Después de siete años, volvía a encontrarme con esos ojos azabache que tan poco me habían dejado avanzar en el ámbito del amor.
Él me mantuvo la mirada durante unos segundos.
—Sí —le contestó a su hermana—. He conseguido arreglarla.
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Una promesa en las Hébridas
RomanceTras la marcha de Freya Ferguson a Edimburgo para estudiar y de haber dejado toda su vida atrás en su pequeño pueblo de las Hébridas, Clyde Hume, su primer amor, se queda al mando del negocio familiar que desde siempre ha dado de comer a toda su fam...