La tensión se hizo palpable de inmediato.
Susanne, con el rostro enrojecido de rabia, dio un pisotón sobre una de las setas, espachurrándola contra el suelo y provocando que esta reventara esparciendo suero, que rápidamente se mezcló con la suciedad de la suela de su zapato. La mirada que recibí por su parte me hizo estremecerme y angustiarme. Estaba claro que, a pesar de las precauciones que tomó Cándida para asegurarse de que nadie nos oía, había estado escuchando la conversación desde el pasillo.
Me señaló con el dedo.
—No te metas en mi vida —amenazó, haciendo una pausa detrás de cada palabra.
Tragué saliva con fuerza. Nunca nadie me había hablado de tal forma. No sabía qué contestarle a eso, así que solo titubeé un poco y bajé la mirada.
—¡Mis champiñones! —gritó Eliana, corriendo hacia ellos.
Susanne se apartó ligeramente mientras le propinaba una patada a los hongos, haciendo que algunos rodaran más por el suelo. Me pregunté si el bebé que llevaba en la panza nacería envenenado por la rabia, ira y egoísmo de su madre. Se cruzó de brazos y miró con desdén.
Eliana recogió algunos que estaban a su alcance y que aún se podían rescatar. Sin apenas pensármelo, dejé mi té sobre la mesa y me agaché a su lado, ensuciándome las rodilleras de los pantalones por el desastre causado por la muchacha, para ayudarle a salvar aquellos que aún podían ser comestibles tras lavarlos de nuevo.
—Eres una mala persona —juzgó Cándida desde atrás, con serenidad pero visiblemente enfadada. Sin voltearme hacia ella, sabía a quién se dirigía.
—No tenéis derecho a hablar así de mis relaciones ni de mí —respondió de forma cortante—. Soy la madre de vuestro futuro sobrino. Deberíais guardarme un mínimo de respeto.
—¿Respeto? Podrías ser un poco más educada —replicó la nieta de los Hume—. Y un poco más agradecida, también. Esos champiñones iban a ser tu cena.
—Yo no como esa basura.
Respiré hondo y decidí no intervenir. Eliana había encontrado la seta que le guardaba a su hermano y la sujetaba entre sus dos manos, asombrada y aliviada a partes iguales por que no hubiera sufrido ningún rasguño.
La ayudé a limpiar el contratiempo que habíamos tenido y luego alisé mi ropa al levantarme. Eli se encargaría de dejar la comida como antes. Yo ya no pintaba nada aquí.
—Será mejor que me marche —murmuré.
Susanne, sin relajar sus brazos sobre su abultada panza, me miró de arriba a abajo. Comenzó a andar hacia el lugar desde donde se encontraba Cándida y me miró desde allí. La hija de los Hume se apartó nada más la otra intentó acercarse ligeramente, rechazándola sin ocultarlo. Eso pareció encenderla todavía más.
—Sí, será lo mejor —me incitó la muchacha, sin esconder un ápice de su enfado—. Acepta que tu momento ya pasó.
Tragué saliva con fuerza y me apresuré para recoger mis cosas. Estaba claro que no quería provocar ningún tipo de situación incómoda ni problemática en el que prácticamente había sido mi segundo hogar durante mi infancia. No me habían educado para entrar en ese juego. Responder a sus afirmaciones cargadas de odio y frustración no llevaba a ningún sitio.
Susanne era consciente de que no era querida en la familia. Los Hume era gente demasiado amable y agradable: si empezó con el pie izquierdo con ellos pero empezaba a comportarse como una persona de su edad, estoy segura de que le darían una segunda oportunidad. Sin embargo, con el orgullo y la envidia por bandera, dudaba que pudiera salir de la situación en la que se encontraba.
Quizás por ese sentimiento que tenía de no sentirse integrada con los hermanos era que actuaba de esa manera tan tenaz y arrogante.
Le dediqué una mueca de disculpa a Cándida, la cual todavía también se mantenía de brazos cruzados mientras observaba con disgusto a su cuñada, y me aseguré de que llevaba cada una de mis pertenencias antes de salir de casa. Toqué la suave cabecita de Eliana antes de moverme hacia la entrada, pues parecía que se había visto afectada por la situación y sollozaba ligeramente. Quedarme más tiempo solo empeoraría las cosas.
Sin mirar hacia atrás, me dispuse a salir por la puerta que daba a las escaleras que conectaban con la tienda. No obstante, nada más rocé el picaporte para salir, y al igual que ocurrió días atrás, Clyde apareció con una caña sobre su hombro, propinándome, al abrir, una ventada de aroma mentolado y amaderado que tanto correspondía con su perfume.
Sus cabellos se encontraban ligeramente despeinados, su brazo estaba en tensión debido a la sujeción que ejercía al aguantar un cubo con unos pocos peces y sus ojos estaban clavados sobre los míos.
Después de ese abrazo que nos unió de nuevo, no lo había vuelto a tener tan cerca. Su pecho se hinchaba y desinflaba con sutileza y suavidad. Tenerlo a escasos centímetros me provocó una sensación de calma pero nerviosismo a la vez.
—¿Ya te marchas? —inquirió con delicadeza, como si hubiera regresado para verme.
O al menos esa idea surcó mi mente, como una estrella fugaz.
Asentí con la cabeza. La mirada de Clyde se alzó ligeramente y divisó al fondo del pasillo lo que quedaba del desastre causado por la madre de su futuro bebé. Pude adivinarlo porque su ceño se frunció y sus pupilas se dilataron. Después, regresó de nuevo su mirada hacia mí.
—¿Estás bien? —preguntó, asegurándose de que no tenía ningún rasguño. Me examinó con sus ojos de arriba a abajo, como si temiera que alguien o algo me hubiera hecho daño.
Volví a asentir.
—Debo irme —le contesté, escuetamente.
—Espérate unos momentos.
Clyde dejó la caña y el cubo con los peces a un lado y me apartó con una suave presión de sus dedos sobre mis hombros. Luego, caminó decididamente hacia el lugar donde se encontraban el resto de las mujeres presentes. Me giré para observar su cuerpo definido detenerse en el final del pasillo.
Desde la calma y la sensatez, le escuché preguntar que qué había ocurrido. A continuación, silencio. Después, unos agudos sollozos provenientes de la que creía que era Susanne. Pasos acelerados y un resoplido de Cándida.
—¿Susanne? —escuché cómo la increpaba. Ella se había metido en una de las habitaciones, había pegado un portazo delante de todos y no respondía a ninguna de sus llamadas—. Paciencia, chicas, por favor —rogó el muchacho, en voz baja y con un atisbo de desesperación en su voz—. El embarazo produce muchos cambios en el cuerpo. En la mente. No sé qué ha ocurrido. Pero... debemos... tener paciencia.
—Lanzó contra el suelo todos los champiñones que recogí con Freya —le explicó Eliana, con tristeza—. Encontré el grande que te gusta a ti. Menos mal que salió intacto.
—Quédate con lo bueno, Eli —le recomendó Clyde, aunque por su tono de voz, no parecía estar convencido—. En un rato entraré a preguntarle cómo se encuentra.
Cerré los ojos y me di media vuelta de nuevo, para dirigir mi atención hacia la puerta que se suponía que estaba a punto de abrir. Sabía que Clyde estaba viniendo. No sé por qué, pero no podía soportar que fuera tan comprensivo con Susanne cuando se comportaba como una niña malcriada. Estoy prácticamente segura de que el embarazo no le producía cambios hormonales tan exagerados como para llegar a ese punto.
—Siento todo esto —murmuré, abriendo la puerta de nuevo. Los pasos del muchacho se detuvieron detrás de mí.
—Yo también lo siento —susurró.
Después, salí de la casa de los Hume con lágrimas arremolinadas en los ojos y sin ni siquiera haber vuelto a mirar el rostro de mi expareja después de prácticamente haberme sentido expulsada de su hogar.
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Una promesa en las Hébridas
RomanceTras la marcha de Freya Ferguson a Edimburgo para estudiar y de haber dejado toda su vida atrás en su pequeño pueblo de las Hébridas, Clyde Hume, su primer amor, se queda al mando del negocio familiar que desde siempre ha dado de comer a toda su fam...