Malcolm me había reservado un vuelo para dentro de dos días para Edimburgo, con intención de que acudiera (y, por supuesto, posara) durante la sesión de fotos oficial que necesitaba para la inauguración de Lencería del valle de la seda. A pesar de contar con un bajo presupuesto según lo que me dijo en la última llamada telefónica que tuve con él, me había regalado dos noches de hotel en un cuatro estrellas de la ciudad, para que me hospedara cómodamente durante el tiempo que estuviese allí. También compró los billetes de vuelta a la isla.
Suspiré mientras organizaba algunos gastos económicos en el portátil. El stock que pretendía adquirir era bastante ambicioso, además de caro. Había de todo: prendas aparentemente cómodas, elásticas y suaves; otras que prácticamente carecían de tela; y algunas repletas de encaje y algo atrevidas. Sin embargo, la mayoría de ellas fabricadas con seda o satén de alta calidad. Desde luego, el público al que Malcolm se quería dirigir no era para nada barriobajero.
La ubicación de la tienda se encontraba cerca del lugar donde viví durante tanto tiempo en la ciudad. Las calles me las conocía como la palma de mi mano, y no sería para nada un problema llegar hasta allí.
Apagué el portátil y reorganicé algunas cosas para hacerme la maleta. Comenzaba a aceptar que haría lo que fuese para conservar este trabajo, aun si eso implicaba hacer de modelo de ropa interior. Al fin y al cabo, ¿acaso estaba haciendo algo malo? De todas formas y de ser así, no tenía a nadie a quien decepcionar.
Me llevé prendas calientes, documentación y lo necesario para sobrevivir un par de días en la capital. Volví a encontrar, durante mi búsqueda de ropa adecuada para la capital, los calcetines especiales que guardaba en el cajón, pero los escondí en el fondo para que no volvieran a aparecer en mucho, mucho tiempo. Aunque tan solo hubieran pasado unas semanas desde que regresé a las Hébridas, parecía que hubiese pasado una eternidad: volver a la ciudad donde estudié y sin tener el respaldo de mi tía Amelie me suponía todo un reto. Haberme asentado en Northbay de nuevo me proporcionaba una calma y seguridad que para nada se asemejaba con el ajetreo diario producido por la gente escocesa atareada.
Respirando hondo, me recordé a mí misma que esta era una oportunidad laboral importante. Malcolm había depositado su confianza en mí y no podía permitir que mis inseguridades me detuvieran. Nunca tuve complejo con mi cuerpo, pero tampoco fui educada en enseñarlo como un niño te muestra sus cromos. Ni siquiera había acudido a unos vestuarios públicos o a una playa nudista jamás, por lo que era normal que me sintiera algo desubicada: esta sesión fotográfica me sacaría de mi zona de confort.
Pero estaba bien salir de la rutina y de la comodidad de vez en cuando, ¿no?
Cerré la maleta y la transporté hasta la puerta para ir recopilando poco a poco todo lo que me faltara, hasta el día del vuelo. Después de situarla en ese lugar para que no estorbara aun estando medio abierta, a través de la ventana divisé a la señora Grant, la cual se dirigía hacia mi casa con una cesta de lo que parecían ser arándanos y frutos silvestres. Andaba mirando los adoquines del suelo y agarrándose la falda con una mano para no tropezar. Le abrí antes de que pudiera darle ningún golpe.
―¡Ay! ―exclamó, retrocediendo algunos pasos y llevándose la mano que tenía libre al pecho―. ¡Dios, Freya! Me has asustado.
La mujer se encorvó hacia delante soltando un suspiro de alivio.
―He sido rápida ―contesté, con una sonrisa gentil.
―Y tanto... ―cogió la cesta con las dos manos y la sujetó contra su mullido delantal.
―¿Qué la trae por aquí? ―inquirí, y luego me aparté a un lado haciéndole espacio―. ¿Quiere pasar?
―Oh, no, no te preocupes ―contestó, sacudiendo su cabeza. Me di cuenta de que miraba mucho al suelo y trataba de no hacer contacto visual conmigo―. Mi marido cultivó estas bayas para que brotaran durante esta última temporada. Aunque son pioneras en la isla, han arraigado muy bien y esta es nuestra primera cosecha ―explicó. Levantó la cesta y me las enseñó―. Venía a ofrecértelas.
Observé las bayas durante unos momentos. Había frambuesas, arándanos, moras y frutos de madroño. Todas relucían por sus colores vívidos y por la frescura y carnosidad que parecían poseer. La verdad es que eran muy apetecibles.
Me aparté unos centímetros de ella, a pesar de el atractivo de los frutos, sintiéndome indispuesta a aceptar su regalo.
―Me halaga mucho que hayan pensado en mí, señora Grant ―le respondí, con honestidad―. Pero no puedo aceptarlas. Es su primera cosecha, deben probarla en la familia primero. Siempre se ha hecho así.
Rápidamente, al escuchar mis palabras, el rostro de la mujer se entristeció. Me sentí muy culpable.
―Freya ―pronunció, apenada. Luego asintió con la cabeza―. Sí, tienes razón. Siempre se ha hecho así. Pero pensé que esta era una buena forma de recompensarte por lo que ocurrió el otro día en casa de los Hume. Me gustaría disculparme personalmente por el comportamiento que tuvo mi sobrina contigo. Cándida me lo hizo saber...
Cerré los ojos y apreté la mandíbula. ¿Por qué Cándida tuvo la necesidad de informar a los Grant de que su sobrina era una arpía despiadada?
Ellos eran buenas personas. Desde luego, dada la edad de Susanne, ellos ya no se encontraban en posición de educarla, si es que alguna vez los padres de ella les cedieron ese papel. Cándida solo consiguió que se sintieran responsables de los actos de la muchacha.
―No se preocupe ―le insistí, compadeciéndola―. No es su culpa.
―Sé que Susanne puede llegar a ser un poco... difícil ―añadió, bajando la voz―. A veces lo es, sí. Pero es hija única y en la ciudad con sus padres siempre dispuso de todos los lujos que ya no tiene aquí ―como si esa fuera una excusa, pensé. Ella pareció leer mi mente y rápidamente añadió: ―. El embarazo la obligó a adaptarse a la fuerza y, sé que parece una tontería, pero... bueno, me imagino que a las personas que están acostumbradas a seguir un estilo de vida más... hum... digamos, aristócrata, les cuesta un poco. ―Hizo una mueca―. No queremos causarte molestias, Freya. Solo queríamos agradecerte tu amabilidad después de todo, tanto en nuestra familia como en casa de los Hume, a pesar de las circunstancias.
Me sentí un poco abrumada. La señora Grant era una mujer gentil que provenía de una familia humilde. Es cierto que una de sus hermanas hizo dinero y se mudó a la ciudad, (o al menos eso me contaba mi tía Amelie cuando era pequeña), pero era evidente que el resto de miembros de la familia habían continuado viviendo en el campo.
―Acepta las bayas, por favor ―insistió, entregándomelas―. Hemos sido vecinos tanto tiempo que ya somos prácticamente familia. Hazlo por tu tía. Nos sentiremos mucho mejor.
Finalmente, las tomé entre mis manos.
―No tiene nada que agradecerme ―le aseguré―. No voy a dejar de estar aquí por si me necesitan.
Ella asintió con una leve sonrisa conmovedora y, después de un breve intercambio de despedidas, se alejó. Me quedé mirando su vestido limpio pero desgastado mientras regresaba a su casa poco a poco.
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Una promesa en las Hébridas
RomanceTras la marcha de Freya Ferguson a Edimburgo para estudiar y de haber dejado toda su vida atrás en su pequeño pueblo de las Hébridas, Clyde Hume, su primer amor, se queda al mando del negocio familiar que desde siempre ha dado de comer a toda su fam...