Capítulo 4: Pasado Tormentoso

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Hace diecisiete años...

Yo era prácticamente un niño y mis padres eran unos católicos practicantes empedernidos. Me obligaban a ir a misa, a catequesis y a rezar todos los días sin querer. Me crie rodeado de crucifijos, biblias, cuentos y leyendas de que el diablo corrompía a la gente que no adoraba a Dios.

Cuando cumplí los dieciséis años, conocí a unos chicos en el instituto que solían vestir siempre de negro; llevaban crucifijos al revés y símbolos a los que llamaban "estrellas de David". Yo en ese momento no lo entendía para nada, pero sus misteriosas auras me atraían. Mis padres siempre me hacían vestir estilo "misa de los domingos", tan elegantemente repeinado y vestido como para no poder ligar en mi vida vaya... Un día me envalentoné y me atreví a hablar con esos chicos. Para mi sorpresa fueron muy majos conmigo, empezaron a defenderme de los abusones y acabé haciéndome amigo de ellos. Me sentía seguro, me sentía diferente...

Esa mañana de junio de mi último año de instituto, justo el día antes de la graduación, vinieron a hablar conmigo para celebrarlo. El plan era a hacer un evento especial que ellos hacían solo en muy pocas ocasiones. Quedaríamos en el sótano de Miguel (que era el líder más o menos) a partir de las doce de la noche. Obviamente esa hora de quedada era para mi imposible.

Cuando llegué a mi casa se lo pedí a mis padres, pero como era de esperar, la respuesta fue un rotundo "¡No!". Así que exploté en cólera, como cualquier adolescente en época de rebeldía. Les dije que odiaba la religión que por fuerza me habían implantado, que odiaba todas las costumbres absurdas, rezar, besar rosarios, rogar a juguetes en forma de cruz y por supuesto; que odiaba a Dios... Ahí es cuando recibí la paliza de mi padre, que una vez más, había bebido esa noche... Me dejó la cara destrozada y mientras lloraba, agarrado a mi almohada en mi habitación, me llené de ira. Me convencí de que tenía que ir, de que si no salía de ahí viviría maltratado para siempre y como cualquier niño de esa edad, decidí saltar por la ventana y escapar...

Cuando llegué al sitio acordado, la dirección no era la de una casa, sino la de un pequeño hospital abandonado. Al mirarlo de cerca, la impresión fue de miedo e inseguridad, sobre todo porque mis padres siempre me educaron en la tesitura de que no existían los fantasmas, pero sí los demonios. Y yo pasaba de todos.

Al llegar a la puerta del sótano, me encontré a uno de mis amigos. Era Juan, que me miró la cara y sonrió, como si él estuviese acostumbrado a tenerla así también muchas veces:

—Otra paliza, ¿eh? —me dijo—. Venga, sígueme.

Mientras me llevaba al sitio, pasaba por pasillos largos y abandonados con aspecto siniestro. La única luz que nos dejaba ver era la linterna de nuestros móviles. Cuando iluminaba a las habitaciones veía camas viejas, algunas arañadas, restos de sangre por las paredes, muebles viejos y destrozados, restos de jeringuillas en el suelo... Parecía que no hacía mucho que había sido un garito de drogadictos. Al final del pasillo, estaba aquella habitación, con una puerta entreabierta, oxidada y descolgada desde arriba. Una escena que no olvidaré jamás...

Cuando entré, había velas por toda la habitación. Rodeaban un círculo extraño, como si fuesen a hacer magia negra o algo así. Era enorme, con cinco cojines en perfecta simetría, rodeando una "ouija" dibujada sobre un viejo espejo redondo en el centro del círculo. Había también dos velas por ocupante del cojín, todos iban con túnica negra con cogulla que les tapaba la cara por completo:

—¿Por qué dos velas por cojín? —pregunté—.

—La derecha sustenta tu vida, la otra te vincula a tus compañeros que hacen el ritual. Si se apaga la de la derecha, mueres; si se apaga la de la izquierda se apagarán todas y entonces moriremos todos, a no ser que el demonio decida dejar a alguien con vida. Si el ritual sale bien, se apagarán las dos a la vez y entonces él se reencarnará —respondió Miguel—.

El Cazador de Leyendas Urbanas Vol.1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora