Capítulo 3: Desatado

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Me despertó bruscamente un rayo enorme que sonó como si hubiese caído encima de mí. Entonces me froté los ojos llenos de restos de arena. Observé mi alrededor y estaba en una cabaña de madera llena de redes de pescar. Solo había una cama donde yo me encontraba, un armario viejo con una puerta rota y una chimenea. Obviamente lo primero que se me pasó por la cabeza fue «¿Dónde demonios se duchan?», claro que luego me di cuenta de que la choza solo era el típico almacén de un marinero mayor...

Me llevé la mano a la cabeza y me vino el recuerdo de saltar. Me miré las piernas. Las tenía vendadas y destrozadas; no las podía mover, no las sentía. Me miré el pecho y también estaba vendado, pero tampoco sentía dolor alguno...

Mientras me tanteaba entumecido mi cuerpo, la puerta de la cabaña se abrió. Se oía el sonido de las olas, pero esta vez, era un oleaje de playa, más sereno y relajante que el de aquel acantilado, aunque también se escuchaban de fondo algunos truenos. Seguía la tormenta, continuaban sonando las gaviotas de fondo y un enorme señor entró por la puerta; era fornido, con barbilla canosa, una gorra de lana gris y un chaquetón verde oscuro. Olía como la mar, pero lo que más me acabó de impresionar fue que era ciego...

—¿Qué? ¿No puede salvarte la vida un ciego? —respondió mientras movía la cabeza hacia mí después de sentarse en una vieja hamaca—.

Le estuve contando lo que acababa de pasarme, pero él no hablaba, solo sonreía con cada locura que le contaba de las que había vivido ahí arriba, en esa aldea de locos. Cuando paré de hablar me respondió con una calma admirable...

—¿Acaso no te preocupa el hecho de que no volverás a caminar nunca más? ¿No te das cuenta de que tus costillas están hechas trizas y que probablemente acabarás muerto en poco tiempo?

Me quedé callado unos segundos. Me miré los pies, me toqué el pecho... Miré al techo mientras suspiraba; «es verdad, debo pedirle ayuda...» pensé mientras cerraba los ojos.

—Eh, eh, chaval, despierta, ¿Qué te pasa?

—Oh, disculpa, hablaba con mí yo interior, que, por desgracia, no vivo solo en este cascarón —dije mientras reía sarcásticamente—. Verá, hay algo dentro de mí que bueno, hace que todo vaya más deprisa, así que creo que saldré de esta, señor...

Empezó a reír con una sonora carcajada y de cara al mar me dijo:

—Yo antes también me creía como tú, invencible —suspiró fuerte—. Pero lo que la madurez te enseña es que creerse invencible y ser imprudente, a menudo, arrastran la desgracia de quien porta dichos atributos. Yo no nací ciego ¿sabes? Fui un insensato al intentar jugar con lo que no debía, la vida nos enseña chico. No eres indestructible, hazme caso. Si no es porque te curé a tiempo ahora estarías muerto. Así que no me lo agradezcas y ve a un hospital; al fin y al cabo, te ha curado un ciego.

Guardé silencio y pensé que era mejor no contarle nada al señor a fondo; era mejor dejar que acabase sus años en paz. Mejor no explicarle que los demonios existen, que igual ya lo sabía, pues parecía bastante atormentado por su pasado. Un aura siniestra me rodeó por unos segundos. Me levanté de la cama, mientras que el señor me gritaba «estás loco, te vas a matar» y empecé a quitarme las vendas. Él, que no podía verme, pero sí oírme y percibir que me movía, me dijo:

—Oye, quieto, ¿seguro que estás bien? —dijo con voz de asombro—.

—Debo llegar a mi despacho y equiparme bien —dije mientras me volvía a colocar la ropa—. En esta aldea siento que pasa algo muy gordo. Jamás había visto un espíritu que tuviese un poder así. Debo averiguar que pasa y ponerle fin a esto.

El Cazador de Leyendas Urbanas Vol.1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora