Era una tarde fría en la ciudad, mi ropa, no hacía más que estorbar al débil intento de mi cuerpo por calentarse y mis rodillas se sentían entumecidas de su roce con el pavimento gélido. Danielle llevaba la correa como si no le importara la disminución de la temperatura, pero la dureza en mis pectorales era más que obvio, casi me dolían y mis mejillas y nariz no hacían más que sonrojarse.
Una curva apareció ante nosotros y el señor “no tengo frío” se quedó a hablar con un hombre, era alguien serio y con canas, aparentaba tener cerca de los 80 años; y al igual que Danielle era grande, las personas en este lugar eran exageradamente grandes. Luego de 30 minutos, comencé a tiritar y su plática suponía que duraría por horas. Acerqué mi cuerpo a mi conocido, solo ganándome un ligero empujón por su parte, lo había olvidado: nadie podía saber que estábamos juntos.
Me sentía entumecido, casi al desmayar, sin embargo, cada vez que pensaba dejar mi cuerpo sucumbir ante la gelidez me preguntaba que iba a pensar Danielle, así que soporté. De repente, sentí un fuerte dolor en mis genitales, y tras mirar hacia abajo pude ver como un pequeño diablillo púrpura corría hasta desaparecer detrás de uno de mis muslos. Mi chico me haló y comenzamos el camino de retirada hacia su departamento, a pesar de que no presté demasiada vigilancia a su conversación, me causó conmoción su frase de despedida: “la adaptación es admirable Mr. Collins” cabe mencionar que dijo esto mientras me miraba hacia abajo fijamente.
Decidí restarle importancia, al fin y al cabo, era asunto de mi hombre, no mío. Al llegar a casa, un olor alquímico alcanzó mi nariz, habían pasado años y a pesar de esto no me acostumbraba al supuesto producto de higiene que se usaba en el hogar. Me entusiasmé al ver de lejos la chimenea prendida, corrí hacia allá y me tendí enseguida sobre la alfombra más cercana al calor. Adiós al frío.
Después de un tiempo, que supuse fueron dos horas, Danielle se acercó y dejó a mi lado un cuenco de comida mientras se retiraba hacia su estudio nuevamente, sí que trabajaba mi amor. Almorcé y decidí dormir un rato, mejor que nadie sabía que él me necesitaría en la noche, cuando buscara el sueño y no pudiera hallarlo.
Pobrecillo, todo era culpa de su esposa, si tan solo se hubiera quedado con nosotros. Muchas veces la había oído discutir con él, que si derechos humanos, que si esclavitud, que si enfermedad sexual, que si… muchos otros términos de los que desconocía el significado, eso sí, en cada pelea podía oír mi nombre salir de la boca de ambos. Pensando en Sue, me asaltó un profundo sueño y dormí.
Un silbido se escuchó en todo el lugar, era Danielle que me llamaba a su lado. A través del vidrio de la ventana podía ver la luna en todo su esplendor.
¡Molly! -gritó
Corrí hacia el cuarto, al parecer se sentía irritado por no poder dormir. Al ver mi cabeza asomar, sonrió y me pidió acercarme, estaba sentado en la gran cama amarilla, podía sentir claramente su mirada fija en mis nalgas y espalda descubiertas. Frente a sí, restregué mi rostro contra la cara interna de uno de sus muslos. Una extraña sonrisa floreció en sus labios, dejando ver sus dientes nacarados.
Una de sus manos acarició mi cabello y cara iendo luego hacia mi cuello y asfixiándome, al hacerme mirarlo, sabía que no tendría sentido preguntar el porqué. De pronto, un escupitajo cayó sobre mi rostro y una sonora bofetada aterrizó en mi mejilla derecha tumbándome.
Alguien no ha sido un buen chico hoy -me pateó – rompiste varias reglas Molly – tomó mi cabello y haló hacia arriba para morder con dureza mi lóbulo – recuerdo haberte dicho que no te me acercaras en la calle mientras te sacaba a pasear – lanzó mi cabeza contra el suelo, provocando un ruido sordo – la gente no debe pensar que soy dueño de un perro pulgoso como tú.
P…pero… yo…
Shh – colocó un dedo sobre sus labios – habíamos hablado ya sobre que los perros no hablan Molly – sentí una fuerte patada en mis costillas y ahogué nuevamente el grito – ladran – añadió con desprecio
Danielle me pateó en innumerables ocasiones, mis huesos crujían a cada golpe y maltrato, lágrimas de felicidad corrían incontrolables por mis mejillas mientras sentía un fuego lujurioso apoderarse de mí. Una nueva patada vino, esta vez quedé boca arriba, se notaba a leguas una pronunciada erección que sobresalía del trozo de tela que cubría mi pene.
Él me miró sediento, lo próximo que sentí fue su boca experta acallando mi dolorido cuerpo ardiente; dejando marcas de mordidas sanguinolentas y uniéndose a este sucio perro en un acto de lujuria doméstica. De la alfombra, pasamos al reino de la gran cama amarilla, me ató y abusó de mi cuerpo agonizante durante horas, hasta logar conciliar su tan ansiado sueño. Siempre iba a ser así, el me usaba, se saciaba y yo solo quedaba expectante de más caricias torpes. No podía protestar, un perro no habla, ladra, un perro no se queja, ladra agradecido, un perro no llora, ladra feliz mientras mueve su cola; esto era yo, un perro que vivía temeroso de ser abandonado por su amo; una bestia obediente que yacía eufórica en su floreciente paisaje subhumano.
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Mariposas en el Estómago
Kısa HikayeLa inocencia no existe, si hay algo que nuestros protagonista está seguro es de ellos. Sígue conmigo esta historia y a nuestro galán de cabello y ojos negros y veamos como incluso el Ángel más puro puede dejarse arrastrar en la garras de la lujuria...