CAPÍTULO 1

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—Aquí no ha pasado el tiempo —murmuró Louis, dando pasos cortos y mirando hacia la impresionante puerta de madera que llevaba a las habitaciones del Castillo Styles.

Conocía muy bien esa puerta, conocía el tacto áspero de la madera bajo la yema de los dedos, el sonido hueco del timbre... La última vez que había atravesado aquella puerta tenía diecisiete años, y lo había hecho para no volver durante mucho tiempo, dejando atrás todo aquello que conocía y amaba.

«Qué tiempos».

Louis sonrió con nostalgia, recordando aquel adolecente que alguna una vez había sido. Cuánto había suplicado al cielo para que lo dejaran quedarse... Cuánto había llorado... Él quería quedarse. Pero la familia Styles a quien prestaba servicio no lo querían más ahí.

El Conde Frederick Styles lo había desterrado sin contemplaciones, sin piedad. Y todo por encontrarlo besándose con Harry, su hijo, el heredero.

—Nunca debió pasar—dijo para sí, mirando hacia la puerta y buscando el coraje para tocar el timbre.

Habían pasado más de diez años y ya no era aquel adolecente. Había aprendido muchas cosas como lo que está bien y está mal. Sabía cómo comportarse en sociedad... ahora era muy normal.

«Sigues siendo un anormal», dijo una vocecita que no quería callarse en su mente.

«Anormal... Anormal...».

—Piensa lo que quieras —se dijo a sí mismo—. Levantó una mano hacía el timbre y lo tocó. Era mejor no recordar el pasado en absoluto.

Pero era mucho más difícil hacerlo que decirlo; sobre todo allí, rodeado por el veraniego aroma de las uvas, sintiendo el calor del sol en los hombros... Aquel lugar, aquella casa situada en un rincón idílico, era el único sitio al que podía llamar hogar. Y había pasado diez largos años lejos de ahí.

«Y todo por un beso».

Pasaron un par de minutos, pero nadie abrió la puerta. Louis decidió agarrar el viejo tirador del portón y tocó con fuerza.

Toc, toc...

Aquel sonido lo llevó de vuelta a la infancia y su corazón empezó a latir deprisa. Sintió su piel estremecerse.

Toc, toc, toc...

Pero la puerta seguía sin abrirse. No se oían pasos provenientes del largo y oscuro corredor. Se volvió y miró a su alrededor, dándole la espalda a los aposentos de la servidumbre, en donde se encontraba el cuarto de su madre. Al otro lado estaba el edificio principal del castillo. No quería tener que ir hasta allí y llamar a sus puertas.

Josephine tenía neumonía. Eso le había dicho Gemma en un mensaje. Su vieja amiga de la infancia. ¿Y si su madre estaba demasiado enferma como para levantarse de la cama? ¿Y si al escuchar los golpes en el portón trataba de levantarse y se caía?

Mascullando un rezo dirigido a un Dios en el que apenas creía, metió la mano en uno de los compartimentos de la mochila que llevaba con él, hasta agarrar una llave grande de metal, de esas antiguas, suave y fría... Aunque ya no tenía derecho a abrir aquella puerta porque esa ya no era su casa. Una parte de él le decía que lo hiciera por su madre, mientras que su lado más prudente le pedía no abrirla con aquella llave.

Era testarudo, sí. Eso solía decirle su madre.

Testarudo.

Caprichoso.

Terco.

La llave giró con facilidad y bastó con un «clic» y un pequeño empujón para abrirla.

—¿Madre? — Louis avanzó lentamente hacia el oscuro pasillo—. ¿Madre? De pronto vio algo rojo que no debía estar ahí. Era una fila de lucecitas rojas que parpadeaban sin cesar en un cuadro de luces, un sistema de alarma de lo más moderno.

UN SUEÑO PROHIBIDO (LS AP)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora