✺ : Nota II

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Norman

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Norman.

N-O-R-M-A-N

Dos sílabas. Seis letras.

Un nombre que desearía borrar de mi mente.

Sin cuerpo presente está pero su voz retumba en las paredes de mi mente. Una visión fugaz se posa adelante a mí en el espejo, como si yo fuera parte de él: su reencarnación.

Odio verlo, es como un karma que ejecuta con maldad mi sentencia, pasando factura de cada acto malévolo cometido en sus años de luz. ¿Quién era yo antes de él? Una adicta a los antidepresivos con antecedentes de sobredosis en una mezcla de anfetamina, dexametasona y licor, un desastre andante, ¿no?

¿Quién fuí durante su presencia? Una novata, una prostituta. Su pequeña belladona, alguien incapaz de pensar y actuar, irreal, al igual que él me decía. Era insensata y él mi única razón. Odio admitirlo hoy en día pero me hacía sentir lúcida, viva.

No tengo nada que agradecerle a Norman, no podría hacerlo, su muerte no me impactó tanto como el primer día que escuché sus versos siendo profesados por sus labios, o quizás porque estaba dopada, adormecida en el momento en que me enteré de lo sucedido.

Él se había ido después de dejarme tirada en la cama, como siempre lo hacía, una costumbre que me carcomía.

A pesar de ello solíamos dormir juntos, hablamos juntos pero discutíamos como si fuéramos dos entes distintos los cuales no podían coexistir.

Recuerdo una de nuestras tantas disputas, el golpe contra la mesa y el estallido del vaso de cristal que en pequeños fragmentos se había convertido, junto con un charco de agua mineral manchando el suelo.

Las ventanas cerradas, el reloj sonando, los motores de los autos resonando afuera en la calle de una manera casi insultante. Palabras obscenas y gritos adornando mi entonces desnudo cuerpo que se hallaba vulnerable ante su hombría, su hipocresía y presencia.

Inclusive el sonido de la puerta cerrándose de un golpe el cual provocaba un temblor en las paredes y el último paso de sus mocasines negros saliendo del edificio ya no me provocaban nada, ¡Absolutamente nada!

Norman estaba muerto para mí antes de volverse un hecho, una realidad.

¿Qué pasó? ¿Quién tuvo la culpa de aquel trágico accidente? ¿Él o yo?

Yo no estaba, tuve una recaída.

Él no tenía frenos, él solo se cayó al abismo. Llevándose consigo su maldito orgullo y la disculpa que aún me debía.

Reflexionando sobre tales sucesos, sigo dudando de mi ansiosa cercanía por un hombre que no me quería como yo creía. Norman era todo lo contrario a una norma, ley u orden para el bien. En cambio, era un desorden, alguien de doble moral, una corrupción total.

Yo con ingenuidad otorgué parte de mí a su soberbia en estos años, así como me entregué a los alucinógenos y excesos toda mi vida hasta volverme frágil como una hoja tirada en una avenida.

Debo de decir que a pesar de todo cabe en mi memoria nuestro primer encuentro. El verano que se impregnaba en la sofocante calidez que humedecia mi cuello, bajo los ultravioletas resplandecientes en el cielo, dándole a las calles ese característico color dorado del cual todos querían huir por un poco de sombra verdosa o grisácea como si de un techo se tratase.

Aquel verano junto con ese domingo de misa, acompañada de mi madre y recibiendo la ostia del padre, es el recuerdo más vivo que tengo en todo este tiempo bañado en estupefacientes, quiénes eran mis compañeros y confidentes.

Mis órbitas de aspecto cansino se posaban sobre la estatua de la Virgen, su tez pálida de cerámica y un ligero tono rojizo en sus labios le daban un toque puro, en contraste con su vestimenta azulada y el borde dorado de su velo. María me observaba con esos pequeños ojos pintados de una manera indescifrable, ¿era pena o disgusto lo que poseía al verme aquí? ¿Me estaba juzgando por ser una adicta, una pobre desdichada que no sabía hacia donde se dirigía cada partícula de su cuestionable vida? No lo sabía.

Si aún estaba bajo los efectos de algún timoanaléptico creo haber visto brotar varias lágrimas de sus pupilas pinceladas.

Todo era monótono, parte de una rutina preestablecida. Era un: sentarse, levantarse, alzar las manos, orar un Padre Nuestro, escuchar el evangelio, cantar a Cristo, rezar, confesarte, llorar. Poder sentirme culpable, pecadora, sucia por mentirle a una deidad y religión con una vulgar falacia sobre estar "limpia". Cuando ellos sabían que antes de venir aquí, el placer, el arrobamiento, ya había hecho parte de ella, inyectándose las venas.

Mi madre sabía de mi condición, y a pesar de vivir en una familia católica y que era costumbre siempre ir a la iglesia. Con el tiempo me percaté que luego de mis recaídas ella me llevaba más de una vez a ver a quién le reza y admira. A lo mejor tenia la vaga esperanza de que Dios iba a perdonarme, tal vez creía que podía sanar bajo su manto y ser de nuevo la dulce niña de diez años que estaba oculta en sus memorias.

Pero ya no tenia diez años ni era dulce, ni religiosa aunque, de cierto modo, creía que había una Divinidad sobre todas las cosas.

En mi memoria sólo cabe cada uno de esos detalles e incluso el más nítido y especial de todos: su llegada.

Él hacia de suplente al Padre, nunca supe el por qué, pero al final no importaba ya que desde entonces permaneció ahí, predicando la palabra y haciendo que todos los creyentes en esa capilla lo adoraran.

Se colocó frente a la mesa con los peregrinos, haciendo lo que todo padre hace en una sangrada comunión. Había algo en él y en su vocablo que transmitían cierto confort y alivio, un sosiego lleno de esperanza que hasta el más desmoralizado del sitio podía soltar una pequeña risa.

Su forma de moverse, su tono acogedor y sutil, el acento marcado al decir una palabra hebrea daban un aire de superioridad ante el público. A pesar de ello no se sentía incómodo ni daba a mostrar desprecio o repudio por los demás. Era como una guía que te alentaba a seguir adelante, a vivir en el amor de Dios.

Su túnica de tonalidades verdes y pequeños detalles dorados resplandecían junto con Cristo crucificado, situado detrás de él.

Lucía imponente, magnético, como un salvador.

En ese instante, evidencié su mirada sobre mí, no de forma directa puesto que yo me encontraba a unos tres asientos detrás. Mantengo en mí evocación que Norman mantuvo su vista en la misma dirección en donde yo me encontraba. En mi interior se formó una marea de escalofríos inexplicables, de repente percibí unas intensas ganas de llorar surgir desde lo más profundo de mí ser, el querer vomitar, escapar de ahí. Tuve miedo de su presencia, de su espectro. Muy en el fondo también tuve cierta fascinación sobre él, me sentía en un trance inusual.

La impresión de las drogas estaba pasando, presentía un ligero cosquilleo común en mis manos de apetecer más del atajo químico. Sin embargo, no me fuí como otras veces, me quedé ahí, estática, determinada a finalizar de escuchar la palabra del Todopoderoso en la comisura de labios de ése hombre hecho fenómeno. Es increíble como al día de hoy recuerdo cómo Norman me hacía sentir.

Concluida la eucaristía, cada uno iba saliendo hacia el exterior, dispuestos a seguir con sus cotidianas vidas. Partí al mismo rumbo junto con mi madre, pero antes de salir por completo de la iglesia - y es una de las tantas imágenes que recuerdo de Norman - volteé a verlo. Se ubicaba haciendo la sagrada señal frente a la cruz y luego, a paso lento y firme se dirigió a un rincón del complejo, perdiéndose de mi campo de visión.

Amelia: una visión del insulso pasado © Donde viven las historias. Descúbrelo ahora