✺ : Nota VI

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El día que ingresé a rehabilitación para desintoxicarme me permitieron tener un objeto personal

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El día que ingresé a rehabilitación para desintoxicarme me permitieron tener un objeto personal. Decidí optar por un diario casi nuevo, en el cual realicé pequeños garabatos y escribí mi nombre escrito en letra cursiva. Una de las enfermeras me entregó un lápiz con poca punta, supongo que pensaba que era una suicida o algo por el estilo.

No pienso mentir diciendo que el proceso fue fácil, es evidente que no es así. Al inicio me encontraba en un estado de ansiedad nociva, donde no deseaba nada más que una pequeña dosis para calmar mi malestar.

No conciliaba el sueño y las náuseas eran matutinas. Un ardor desagradable se apoderaba de mí garganta con frecuencia, haciéndome desesperar. Alaridos, sollozos, insomnio, uñas clavadas en la fina piel e incertidumbre eran mis compañeras las primeras semanas.

Con el pasar del tiempo esas quejas fueron apaciguadas, ingería medicamentos que provocaban que la abstinencia no costara tanto sobrellevarla. Comencé a tener un horario de actividades para despejar la mente, no muy interesantes a mi parecer pero tranquilizantes.

El ambiente en el hospital a pesar de ser opaco y sonámbulo, podía percibirse como acogedor, un lugar de paz, gratitud, donde las personas estaban dispuestas a ayudar. Cada tarde hacían inspección en las habitaciones, por si alguno tuviera una pastilla sustraída; no voy a expresar una falsedad, tuve el impulso de ansiar robar para poder drogarme y estar en calma, aún así, tuve la suficiente fuerza de voluntad para mantenerme firme y no caer en ese acto (pienso que se consideraría un grato avance).

Sin embargo, el escribir y expulsar cada minúsculo sentimiento que he tenido reprimido desde el fallecimiento de Norman, y en consecuencia, la última recaída que experimenté, hacen que una parte de mi interior se sienta aliviada.

Cada momento en el que estoy sola me planteo una pregunta: ¿cómo estará mi madre ante está situación? Quizá siga igual, con su monótona y rutinaria vida, de la iglesia a la casa; sin decir o expresar nada. Un recuerdo que tengo de esa inexpresividad suya sucedió en el funeral de mi abuela, la observaba de lejos hablar con los allegados y estar con su tan familiar impasibilidad. Su rostro pulcro sin derramar ni una sola lágrima, similar a que hubiesen congelado en el tiempo o llanamente no existiera.

De ese modo llevó adelante su duelo, muy diferente al mío por supuesto. No lagrimeaba, no suspiraba, no exhalaba, ni una mirada afligida regalaba. Era similar a que fuese una extraña, como si no le importara, carecía de las emociones humanas.

Desde ese momento, la repulsión y asco hacia su comida era evidente, tal vez era un medio para expresarle el rechazo hacia ella y su actitud. No comprendía su capacidad para estar tan seria y apática mientras yo lloraba porque no vería más a mi abuela (la única que si celebraba mis cumpleaños como me gustaban). Cada alimento que cocinaba ella tenía que comerla a regañadientes, tragar grueso sin soltar lágrimas de las arcadas que me generaban. Más tarde me dirigía sin falta al baño a vomitar, vomitar el odio que comencé a tenerle hasta que aprendí a valerme por mí misma en ese sentido preparándome mi propia comida.

Si ya de por sí la relación con mi madre era casi nula, después de la muerte de mi abuela se consideraría inexistente.

De vez en cuando me pregunto cómo estará mi padre, pero sinceramente me estoy mintiendo.

De cierto modo, el único que sabía lo falsa e inestable que era mi familia, era Norman. En ocasiones al finalizar la misa lo vislumbraba teniendo una conversación privada con mi mamá, ella temblaba al borde de las lágrimas, desconsolada sosteniendo un pañuelo entre sus manos podía alcanzar escuchar lo que le pedía: "Ayúdela, Padre, arranque ese vicio que la está asesinando lentamente, Amelia no es de esa manera".

Siempre he sido así mamá, no sigas engañándote ni lastimándote.

Pienso que justo esa fue la estrategia de Norman: llegar a mí, persuadirme, hacer que empatizara con él. Confesarme, pero... ¿De qué servía quitarme un vicio o un pecado banal si al final era un corrupto que me impulsaba a ello?

Hay tantas cosas que he vivido con él que es un complot organizarlas. Unas cuantas de mis memorias son borrosas, semejantes a la espuma de mar, otros están distorsionados, con falta de coherencia y nitidez (posiblemente una alucinación), pero hay unas que están en excelentes condiciones, son etéreas y sublimes. Pasionales. Intensas. Detestables. Efímeras. Incurables.

Ese hombre llegó a palpar las heridas abiertas en mi piel, las cicatrices tatuadas en mis muñecas, los puntos en los cuales la jeringa dejaba su dosis. Ví la oscuridad de sus orbes haciendo impacto con el azulejo de mis iris, tengo la ligereza de que me decía que le tema o tal vez deseaba golpearme de la rabia, y sino, sólo hacerme el amor con frenesí.

No existía una respuesta concreta a sus expresiones faciales, podía decirme mucho a palabras mudas.

Conseguía decir que el Todopoderoso era benévolo pero también malévolo, lograba incluso refutar que Dios y el diablo eran hermanos, bien y mal, como Caín y Abel.

Era religioso, era místico, perdía la noción del tiempo a su lado, no se hallaban grietas para hablar en nuestro pequeño mundo sobre su esposa o sus hijos. No quedaban espacios para mi madre o el imbécil de mi padre, en esos instantes, mi abuela seguía con vida y mis prendas no me quedaban tan holgadas.

No obstante, ese diminuto universo compuesto de dos se derrumbó. Desistimos de vernos, de ser amantes enamorados, de las conversas de arte y poesía, ya no más cantos ni besos, sólo pastillas esparcidas por la alfombra. Las sábanas desordenadas, gritos de insensatez, insultos lastimeros y discusiones para cuando la luz del Sol llegaba hasta la cama.

Al anochecer los golpes sordos, un sexo agresivo y poco consensuado ahora eran el plato fuerte de nuestro amorío.

¿Qué podía hacer yo al respecto yo? La debilidad reinaba en mí, por mi culpa, por su culpa. No tenía quién socorrerme, él contaba con una armoniosa familia, una esposa que lo esperaría caído el atardecer y serían felices. Entonces, ¿Cuál era mi papel a interpretar? ¿Dónde iba a ser mi hogar?

Me había enamorado, lo había idolatrado. Me sentía estable, pero tan miserable a la vez, temblaba mientras Norman proclamaba que yo no significa nada para su persona. Más de una vez le había pedido vivir juntos, formar una familia (tal vez ya estaba completamente demente a estas alturas por los estupefacientes, razón para aquel pedido poco coherente) esa era mi idealización con él, iniciar desde cero, crear una nueva identidad.

Anhelaba dejar de ser vista como una mártir, ser feliz, tener algo por qué esforzarme.

Meses después pude vivir con Norman en un pequeño departamento que tenía alquilado, diría que parecía nuestro escondite, donde estábamos solo él y yo. Estaba bien con eso.

Ansiaba alejarme de mi hogar, de ese tedioso ambiente para nada sano. Además, dudaba que les importara mi huida.

Mis recuerdos para esos días se encontraban ya distorsionados. Me percibía la nada, algo insulso, irrelevante. Mi autoestima estaba por los suelos, no me permitía salir de aquella habitación, la calamidad parecía visitar mi mente y quise escapar de ella, de la misma manera en que lo hice a los quince años. Pero hubo una diferencia, está vez accedí a que se quedara un rato, atormentando mi estancia con el afán de dejar mis dolencias en una esquina.

Para Norman no significaba algo. Me asemejaba a un animal salvaje, con su propia naturaleza indomable. Carente de juicio y ética, sin villanos, sin héroes. Únicamente un falso Padre pretendiendo ser justo y una miserable toxicómana que jugaba a ser su prostituta.

Y aún con ello encima, seguía creyendo que él era mi liberación.

Amelia: una visión del insulso pasado © Donde viven las historias. Descúbrelo ahora