Capítulo 22

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Había pasado mucho tiempo desde la última vez que Michael había pisado la arena del Mundo de Guerra, su hogar. Michael, con su espíritu jovial y su carácter despreocupado, nunca había dejado entrever a nadie, ni siquiera a Sarah, lo mucho que lo echaba de menos. Pero lo hacía. Porque a pesar de lo que había dicho antes, su mundo no era feo; era bello a su manera. Los desiertos dominaban la geografía allí, pero eran desiertos preciosos. En ellos, las dunas se alzaban enormes, imponentes, desafiando los sentidos humanos, desafiando a un enorme cielo oscuro en ese momento, un cielo presidido por dos Lunas, dos astros brillantes que representaban a los dos Dioses en los que los habitantes de ese mundo creían con una fe firme y leal: El Dios de la Guerra y la Diosa de la Paz.

Pero esas dos Lunas no solo alumbraban la arena de los interminables desiertos. Existían pequeños lugares, escondites donde la gente se refugiaba, que eran una auténtica maravilla. En ellos, la vegetación a modo de selva era exuberante y las humildes ciudades desarrollaban su vida. Eran los sitios a los que todo el mundo quería ir cuando se encontraba lejos de casa, lugares inalcanzables para todos aquellos que desconociesen cómo llegar, pequeños paraísos privados en medio de la rudeza del resto del mundo.

Y ellos habían ido a parar no muy lejos de uno.

—Y así es, estamos en mi mundo —anunció Michael mientras se ponía en pie, desenterrando sus manos de la arena y sacudiendo el polvo de su camisa a cuadros. El resto hicieron lo mismo, aún un poco aturdidos por la caída. Ese despiste le dio margen al Guerrero vigilante, que aprovechó para esconderse detrás de una de las enormes dunas, siempre al acecho, siempre vigilando.

—¿Y ahora qué? —preguntó Ángel— ¿Sabes dónde estamos?

Michael sabía muy bien dónde estaban. A lo lejos, difuminada con la línea del horizonte, se podían ver unas montañas. Y si no se equivocaba, y era muy poco probable que lo hiciera, esas eran las Montañas Rojas, la mayor de las cordilleras existentes, el más soñado de los paraísos en su mundo.

—¿Veis esa cadena de montañas de ahí? Son las Montañas Rojas. Allí hay muchas ciudades, refugiadas entre las paredes de piedra que las cordilleras ofrecen.

—¿Y crees que deberíamos ir allí? —preguntó Damon con voz dubitativa, estaba demasiado lejos.

—Allí está mi casa —se limitó a responder Michael. Y esa fue toda la respuesta que necesitaban. No podía ser casualidad que hubiesen acabado allí, tan cerca del hogar de Michael. Así que echaron a andar. Kneisha volvió a preguntarse por el pasado de Michael. ¿Cuántas veces había cruzado? ¿Cómo podía haber crecido en su mundo pero considerar hogar a aquellas montañas enormes?

El amanecer llegó y el Sol sustituyó a las dos Lunas, aunque la sombra de las mismas permanecía aún en el cielo, eclipsadas por los destellos cegadores del inmenso Sol. El calor era abrasador y sofocante. Sudaban a mares y el camino por delante se estaba haciendo eterno. No contaban con muchas provisiones y apenas paraban a comer. Solo disponían del agua con la que Kneisha rellenaba sus cantimploras.

Para cuando la noche volvió, amenazante, aún no habían logrado alcanzar las montañas y el agotamiento empezaba a hacer mella en ellos.

—Deberíamos descansar por la noche —dijo Michael—. Las temperaturas descienden mucho; va a ser difícil continuar así.

Y no los estaba engañando, porque al cabo de poco tiempo, una ráfaga de viento frío casi los tira al suelo. Así se vieron en la obligación de crear un pequeño refugio para sobrevivir a la dura noche del desierto. Menos mal que ellos eran los Elegidos, o lo hubiesen tenido realmente difícil.

En poco tiempo se pusieron de acuerdo y crearon una pequeña fortaleza. Sarah creó una cáscara protectora del viento, de forma circular, con un radio de aproximadamente tres metros, para que pudiesen moverse a sus anchas. Cuando observaron hacia arriba podían ver las trazas de los vientos, que arrastraban arena, chocaban contra la cúpula y cambiaban los cursos, entremezclándose los unos con los otros, creando un entramado de lo más curioso. Apenas se observaba nada más allá.

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