Capítulo VIII: Malos hábitos

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Samael despertó pronto aquel día, y, como todos los domingos, se vistió con sus mejores y más castas prendas. Se repeinó su cabello de forma pulcra y arreglada siguiendo la línea capilar de su derecha, se permitió acicalarse con colonia de viejo y adecentarse y fijarse el pelo con algo de gomina para asegurar su buena presencia. Frente al sucio espejo de su baño se recortó la barba de una semana que mal poblaba su cara, se limpió sus polvorientas gafas, se lavó la cara y fue a la cocina a por un escueto desayuno mientras su reloj le avisaba que la misa de su pequeña iglesia empezaría en unos escasos cuarenta minutos. Devoró una magdalena acompañada de una taza de café, se lavó los dientes y salió de su húmedo y oscuro piso por primera vez en una semana. Pensaba que aquel era uno de los pocos motivos por los que merecía la pena salir de su hogar.

Bajó por las escaleras de su viejo edificio, salió por la chirriante puerta y caminó acera abajo en las múltiples cuestas que lo llevarían a su hogar espiritual. Sus cortas piernas le dificultaban el rápido avance que deseaba, maldijo en voz baja y aceleró aún más su marcha para poder llegar en el margen de veinte minutos que le indicaban su reloj analógico. Ante los cortos cuatro minutos que le quedaban hasta el oficio de la misa a la que anhelaba asistir se personó delante de aquel deprimente edificio; en otros tiempos había sido de un blanco inmaculado, no el blanco roto, casi gris, que era ahora, con impresionantes vidrieras en contraste con los parches de cartón que habían para evitar la entrada del aire, y con unas hermosas campanas que marcarían el principio del oficio y la hora. Encontraba realmente triste que todo aquello se hubiera perdido en la memoria del humano, aquellas impresionantes basílicas y catedrales que antaño habían sido inmensamente visitadas ahora estaban reducidas a remanentes del pasado.

Samael entró, la puerta crujió, quejándose por aquel movimiento que no estaba acostumbrada a realizar, y encontró al padre, en pie frente a largas filas de bancos vacíos. A aquel cura se le iluminaron los ojos al ver como entraba la única oveja de su corral.

- ¡Bienvenido seas hijo! Al ver que al acercarse la hora no veías había empezado a preocuparme, pero veo que fue en vano. Toma asiento por favor, hoy vamos a leer Apocalipsis. 

Leyeron numerosos versículos y versos, hallaron paz en aquellas escrituras, pero la que más afectó a Samael en todo aquel tiempo que había ido a aquella iglesia durante numerosos años había sido aquel que decía: "Apocalipsis 21:8 Pero los cobardes, incrédulos, abominables, asesinos, inmorales, hechiceros, idólatras y todos los mentirosos tendrán su herencia en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda. Jesucristo es el único puente que te da acceso al cielo, si no quieres pasar la eternidad en el lugar del tormento, busca a Jesús, pídele perdón por tu mal proceder y empieza a caminar en sus mandamientos y estatutos, cumpliendo así su palabra para que en el día malo seas librado de tus opresores y que aquellos que planifican tu muerte. Morir en Cristo es ganancia, pero llevar una vida sin Él, es perdida y sufrimiento, por lo tanto, procura que cuando Jesús venga por su iglesia, te halle presto y que tu nombre este escrito en el libro de la vida, para que así reines junto con Nuestro Señor, quien es digno de toda gloria, honor y fidelidad." Y en aquella cita vio que toda su vida la había dedicado al buen proceder que había dictado aquel libro; y extrañamente se sintió vacío, como si aquella nunca hubiera sido su voluntad. Al terminar el sermón de aquella mañana fue con el cura, que le procuro un vaso de agua y un mendrugo de pan, al no tener suficientes fondos para poder permitirse la copa de vino, que es la sangre de Jesucristo, ni la ostia consagrada, que es su cuerpo.

- Padre, vayamos al confesionario, he de confesarme por mis pecados. - Susurró con voz temblorosa en aquella silenciosa capilla.

Ambos entraron a distintas partes del confesionario, y Samael empezó a hablar,

- Perdóneme Padre, pues he pecado. He deseado el mal al prójimo, al alegrarme por su pérdida judicial -tuvo que tragar saliva al escucharse a sí mismo decir cosas que sabía que hacía mal pero que no se arrepentía por ellas- he sido codicioso, pues he deseado una casa más grande aún estando bien con lo que estoy -un deseo lógico y natural del humano, no debía arrepentirse de ello- he desconfiado de la voluntad del Señor, pues he tomado su voluntad como inferior a la mía, al no tomarla como la auténtica y prioritaria -. Y realmente ya había perdido todo sentimiento de unión a aquella religión.

- No te preocupes, hijo mío, pues en el seno del Señor encontrarás la paz, retomarás el camino, pues has podido ver tus errores. Por eso yo te absuelvo, bajo la pena de dos Ave María y tres Padre Nuestro como compensa por tus pecados... Pero hablándote como persona y no como sacristán he de decirte que entiendo todo lo que has dicho; es fácil desviarse del camino correcto en estas épocas tan oscuras. Ya nadie lee, nadie sale de su casa si no es para ir a ese mundo falso, a nadie se pasa por esta casa sagrada... Realmente son tiempos malos a pesar de todos los avances.

Después de aquello se estableció un silencio pesado, incómodo, o al menos eso le pareció a Samael. Por cumplir con aquella pena que se le había impuesto recitó sin pausa unos versos que se sabía de memoria y que no tenían ahora ningún sentido para él, y al terminar se levantó, se despidió del cura y salió de la iglesia para sacar de su chaqueta, a no mucha distancia de allí, un consistente cuadrado de cristosilicato para llevárselo a los dientes y empezar a masticarlo con fruición, esperando a que aquello le calmara la revuelta conciencia tras saber que estaba recayendo en sus viejos malos vicios. Aunque aquel pensamiento no le duro mucho cuando empezó a caminar y la sustancia en su boca empezó a hacerse gelatinosa hasta terminar siendo líquida.

- ¿Qué tendrán las cosas malas que sientan tan bien? - Se permitió reflexionar en voz alta en aquellas calles vacías hasta que llegó a su casa.

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