Capítulo IX: Castigo

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Usualmente no hubiera recaído en ello, se había prometido a sí mismo cuando su mejor amigo murió que no permitiría que aquello le pasara a él; pero no podía hacer nada, había vuelto a probar el fruto prohibido y por más que lo intentara no podía quitar el dulce placer del cristosilicato de su mente. Lloraba, no sabía bien el porqué, pero lloraba desconsolado hecho un ovillo tratando de no mirar lo que había encima de su mesita.

Había vuelto de la Iglesia como todos los domingos, se había permitido el festín de aquel filete de ternera con puré de patatas, había recolocado toda su casa y había encontrado aquel paquete que se había escondido a sí mismo hacía varios años. Había tratado de resistirse, había tratado de no recaer, no de volver a aquel vicio, a aquel mal hábito que ya le había arruinado la vida una vez, pero había sido débil. Aquella droga nunca caducaba, por eso no se había preocupado antes por ella, pero según la encontró tuvo que llevarla al salón y tirarla con ganas encima de la mesa para tratar de pensar que hacer con ella. Pero no había podido.

- Lo siento, lo siento tanto Miguel... Soy débil, soy demasiado débil y la tentación es tan fuerte... - Gimoteaba Samael mientras una lágrima escurría de sus ojos a su boca y la lengua la tragó ávidamente -. Sé lo que te prometí, sé que dije que no volvería a consumir...

En su pequeño círculo de culpa y pena, el cristosilicato que había en la mesa empezó a expandirse por los bordes hasta que terminó volviéndose líquido y derramándose, estancando aquella superficie con un líquido verde químico que siguió fluyendo hasta que cayó y goteó en el suelo.

- ¡No! No, no, no, no, no, no... ¡No puede estar pasando esto! Miguel, no castigues a tu hermano así, no castigues así a tu mejor amigo... - Gritó desesperado mientras trataba de recoger cada gota de aquella tóxica sustancia para llevarlo a su boca y tragarlo.

Pero cada pequeña gota que encontraba se le escurría por sus temblorosos dedos delgados, que se agitaban tanto que parecían que estuvieran a punto de desprenderse y pudrirse en aquel mismo instante. Entonces Samael se dejó caer en el suelo, y como un cadáver cayó a plomo, sin una pizca de cuidado por sí mismo. Lloró, lloró largo y tendido durante aquella tarde y parte de la noche hasta quedarse dormido a fuerza de cansancio, pensando en como había roto la promesa que había hecho hacía prácticamente tres décadas a su mejor amigo antes de que aquella misma sustancia por la que lloraba se lo llevase para no verlo nunca más.

Aquella misma noche, en uno de sus muy poco frecuentes sueños, lo vio. Soñó con él, soñó con una larga conversación, como si aún no hubiera pasado nada y aún estuvieran los dos juntos mientras charlaban sobre como él era uno de los escritores más reconocidos sobre Espíritu y él era su principal investigador. Y de repente aquel sueño empezó a volverse extraño, soñaba con que él estaba en algún nivel intermedio, en una choza, esperando para darle aquello que necesitaría para poder abrir el Abismo. Y entonces despertó.

- Te he oído y te he visto Miguel. Cumpliré tu voluntad y entraré al mundo que tanto te fascinó. - Se prometió a sí mismo antes de levantarse, tratar de limpiar toda la porquería negra del suelo y dedos e ir a ducharse -. Hoy Samael Potteryani entrará en Espíritu.

La misma tarde que Samael tuvo aquella crisis, hubo un momento en el que uno de los dúos que salió del nexo se tuvo que separar, y con la promesa de verse al día siguiente a la misma hora y el mismo sitio se despidieron. Tras aquello Atlas se fue, pensando en cómo le gustaría poder escribir sobre las maravillas de Espíritu, en cómo le fascinaría aquel mundo en el que todo lo que había en sus libros podía ser posible, y con aquellos pensamientos surgió una pequeña aguja de celos, aunque no específicamente por Kumori, sabía que él no tenía la culpa, tenía celos de todos aquellos que podían entrar y actuaban como unos cabrones elitistas que discriminaban a los no aptos como inferiores. Y a él solo le quedó esperar que de todos sus amigos aptos del grupo ninguno se volviera como esos ególatras creídos. 

Atlas llegó a casa, era tarde, casi de noche, y para variar sus padres no estaban allí. Tuvo que ir a la cocina y prepararse él mismo su cena, pues no tenían un sirviente robótico para ello; después tuvo que limpiar las manchas de vómito que salpicaban las paredes del baño, pues no tenían un sirviente robótico para ello; y después fue a su cuarto, donde se preparó las pastillas para dormir y recolocó sus libros por orden de color, pues no tenía un sirviente robótico para ello. En aquella absoluta soledad se permitió llorar; si tan solo su padre no fuera un adicto a los burdeles del sector rojo y su madre una adicta al cristosilicato todo estaría mejor, habría dinero en la casa y él no tendría que encargarse de todo. Puede que de esa forma no tuviera que encargarse de una casa que pesaba como un mundo para él. Puede que de esa forma todas las cargas que se veía forzado a soportar por sus distintas situaciones no sería tan grande.

Sin embargo, todo fue muy diferente para Kumori y Hare. Kumori llegó a su casa después de atravesar una carretera que apestaba a combustible quemado y a aceite, subir unas escaleras con pasamanos que del frío condensado quemaba, y abrir una puerta que era una tortura. Había llegado a casa; para variar no había nadie despierto salvo su pequeño sirviente, que se aseguró de limpiarle de zapatos a rodillas y de arrastrarle a la cocina para que el joven ingiriera el plato altamente eficiente para su crecimiento. Tras tragarse aquella papilla insípida consiguió zafarse del tormento electrónico de aquel robot; echó un vistazo ligero al salón, para ver como sus dos padres todavía estaban enchufados a aquellas asquerosas máquinas. Logró llegar a su habitación y encerrarse de manera que nadie pudiera entrar, ni siquiera el insistente asistente que golpeaba con sus metálicas manos para solicitar limpiar su cuarto; una vez allí lloró, lloró y tomó su guitarra para desahogarse con la música; tocó hasta que durmió, tocó hasta poder encontrar una canción que significase triste.

Hare, por su parte, tuvo que lidiar con el interrogatorio al que le sometieron sus padres, porque a pesar de que Eleuteria podía dar fe de su buen comportamiento y su seguridad en su estancia en el mundo real, no podía seguir sus andadas por Espíritu, así que tuvo que someterse a un interrogatorio de semejante intensidad que los agentes del orden comando se hubieran quedado avergonzados y hubieran tomado nota. Se vio obligada a contarles como era su ente; como se había nombrado, a lo que había tenido que mentir e inventarse un nombre para salir del paso; dónde había ido; qué había comprado; con quién se había juntado... Un auténtico interrogatorio donde habían pocas cosas que se hubieran quedado sin cubrir por su señor padre que, a pesar de decir conocer Espíritu como la palma de su mano, estaba demasiado preocupado. Por fortuna para Hare, Eleuteria comentó en cierto momento que pudiera ser que la señorita estuviera cansada, por lo que tuvo una excusa perfecta para zafarse de aquella situación y huir a su cuarto; aunque una vez allí no supo que hacer, y al escribir a Kumori y ver que no recibía respuesta lo interpretó como que él ya se había dormido, por lo que decidió dormir también.

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