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El aire era denso, cargado con la memoria del horror que acababa de desatarse. Un viento frío serpenteaba por las calles desiertas del pueblo, levantando remolinos de polvo que se adherían a las casas, que yacían como conchas vacías, privadas de la vida que una vez las habitó. Las puertas de madera, entreabiertas y astilladas, crujían en la distancia, como si las sombras mismas susurraran. Alice respiraba entrecortadamente, sus pulmones ardían con el esfuerzo, pero no dejaba que el dolor la distrajera. Aún quedaba trabajo por hacer.

Frente a ella, la enorme quimera yacía inerte, su cuerpo retorcido y monstruoso comenzaba a descomponerse, emitiendo un hedor ácido que impregnaba el aire. Con ambas manos aferró la empuñadura de su espada, profundamente clavada en el pecho del monstruo. Tiró con fuerza, su rostro se contrajo en una mueca de esfuerzo hasta que, con un crujido húmedo, la hoja se liberó.

Alice tambaleó un paso hacia atrás, respirando pesadamente, el sabor metálico de la sangre en sus labios. Su cabello negro, recogido en una cola alta, estaba desordenado. Algunos mechones sueltos se pegaban a su piel manchada de sudor y tierra, pero dos mechones blancos caían sobre su frente, brillando bajo la luz apagada del atardecer. A pesar de su fatiga, sus ojos azul eléctrico aún destellaban con la intensidad de la batalla, como dos faros encendidos en la oscuridad.

Se tomó un momento para estudiar el cadáver de la quimera, su pecho destrozado por la espada, la sangre oscura manando en charcos viscosos que impregnaban el suelo roto. "Demasiado cerca", pensó, rememorando la batalla. Un movimiento en falso y habría sido su vida la que ahora se derramaría en ese lugar.

Un temblor recorrió su cuerpo mientras se limpiaba la sangre de la frente con la parte trasera de la mano. Pero ese temblor no era producto del agotamiento. Algo se había encajado en su pecho, una sensación que no podía definir. Se giró lentamente, sus ojos escaneando el pueblo desolado, y entonces lo sintió. Una presencia, distante pero palpable, como si alguien o algo la estuviera observando desde las sombras.

Apretó los dedos en torno al mango de su espada y comenzó a caminar hacia el lugar donde había sentido esa extraña energía. Cada paso resonaba con un eco vacío, el sonido amplificado por el silencio sepulcral del pueblo. La tensión en sus músculos iba en aumento, sus sentidos, tan afinados por la batalla, ahora estaban alerta por completo.

Cruzó una calle angosta, entre dos edificios parcialmente derrumbados, y al otro lado, lo vio. Un hombre. Estaba de pie, en completo silencio, en medio de la calle como si hubiese surgido de las ruinas mismas. Su cabello negro caía sobre su rostro, ocultando parcialmente sus rasgos, pero lo que Alice alcanzó a ver, lo que realmente la hizo detenerse en seco, fueron sus ojos. Dorados. No como los de un simple humano, sino como dos discos de luz atrapando el último rayo de sol antes del crepúsculo.

Alice sintió que el aire abandonaba sus pulmones. Su corazón latía de manera irregular, como si su propio cuerpo no pudiera decidir si debía temerle o sentirse atraída hacia él. El sudor frío recorrió su nuca mientras lo observaba. ¿Quién era ese hombre? ¿Qué estaba haciendo allí? Durante un largo momento, se quedaron mirándose el uno al otro, como si el tiempo mismo se hubiera detenido. Su mano tembló ligeramente en la empuñadura de la espada.

"Muévete", se ordenó a sí misma, pero sus pies parecían enraizados en el suelo. No era miedo, no del tipo que conocía. Era algo distinto, algo que la desconcertaba profundamente. Antes de que pudiera hablar o siquiera respirar, el hombre giró sobre sus talones, dándole la espalda, y comenzó a alejarse lentamente. Alice dio un paso hacia él, con la mano extendida.

—¡Espera! —Su voz salió más débil de lo que había esperado, pero la urgencia era clara.

Pero era demasiado tarde. En un abrir y cerrar de ojos, el hombre se desvaneció en la oscuridad, como si nunca hubiera estado allí.

Alice se quedó congelada por un instante más, la mirada perdida en el lugar donde había estado el hombre. Su mente corría en círculos, tratando de darle sentido a lo que acababa de ocurrir. Fue entonces cuando la voz de Luis, áspera y preocupada, rompió el silencio.

—Alice, ¿qué pasa? —Luis apareció a su lado, con la respiración entrecortada. La batalla había sido dura para ambos, pero su preocupación por ella superaba su propio agotamiento.

Alice lo miró de reojo, su mente aún atrapada en lo que había visto. Por un momento consideró contarle la verdad, pero algo la detuvo. No sabía qué era, pero no podía hablar de ese encuentro, al menos no aún.

—No es nada —dijo finalmente, bajando la vista—. Sólo... el cansancio. Vamos, terminemos con esto.

Luis frunció el ceño, claramente desconfiando de su respuesta, pero no insistió. Juntos abrieron el portal que los llevaría de vuelta a la sede. El resplandor azulado de la magia distorsionó el aire alrededor de ellos mientras la energía se acumulaba y se expandía hasta formar una puerta que vibraba suavemente. Sin decir nada más, Alice y Luis cruzaron el umbral.

Al otro lado, la sede los recibió con su familiar brillo dorado. Las grandes puertas de piedra se cerraron tras ellos con un sonido sordo. Allí, esperándolos en la entrada, estaba Melani. Su rostro se iluminó al verlos regresar sanos y salvos.

—¡Alice! ¡Luis! —corrió hacia ellos, abrazando a ambos con una mezcla de alegría y alivio.

Luis la envolvió con sus brazos, aliviado también por regresar con vida, pero Alice se quedó quieta, sintiendo el peso del encuentro que acababa de experimentar aún ardiendo en su pecho. La sonrisa de Melani era cálida, pero Alice no pudo corresponderla del todo.

—Todo fue bien, ¿no? —preguntó Melani, mirando a su amiga.

Alice asintió, aunque por dentro algo le decía que las cosas estaban lejos de estar bien.

Destinos Entrelazados. (AA'IN)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora