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Alice se encontró en una vasta pradera bañada por el sol de un cálido atardecer. El cielo brillaba con tonos de naranja y dorado, y las flores, de todos los colores imaginables, cubrían el suelo como una alfombra viva, ondulando suavemente con la brisa. El aire era dulce, cargado del aroma de la hierba fresca y las flores silvestres. Había una quietud casi mágica en el paisaje, un silencio acogedor que invitaba a quedarse para siempre.

A lo lejos, una figura solitaria se encontraba de espaldas, inmóvil, observando el horizonte donde el sol se encontraba con la tierra. El hombre irradiaba una presencia misteriosa y tranquilizadora al mismo tiempo. Sin pensarlo, Alice comenzó a caminar hacia él, sus pasos ligeros entre las flores que crujían suavemente bajo sus botas. Quería llegar hasta él, hablarle, saber quién era.

Pero a medida que avanzaba, algo cambió. La tierra bajo sus pies comenzó a ceder, y con horror, sintió cómo sus piernas se hundían en el suelo blando, como si la pradera la quisiera tragar. Cada paso la hundía más, hasta que sus rodillas quedaron atrapadas en el barro oscuro que apareció de la nada. Intentó moverse, pero sus pies estaban atados a la tierra.

—¡Espera! —gritó, extendiendo una mano hacia la figura del hombre.

Su voz resonó en el aire, pero el hombre no respondió. No podía llamarlo por su nombre; no lo conocía. Sin embargo, algo en ella sentía que debía detenerlo, que no podía dejarlo ir. Estiró el brazo más allá de lo posible, sus dedos temblando al tratar de alcanzar esa figura cada vez más lejana. Pero la figura comenzó a desvanecerse, como si fuera parte del propio atardecer, desintegrándose en el aire cálido.

El suelo seguía arrastrándola hacia abajo, y con un último esfuerzo, trató de gritar de nuevo, pero entonces todo se volvió oscuro.

De repente, Alice abrió los ojos de golpe. El aire en la habitación era frío y real, una sensación muy diferente a la del sueño. Su corazón martilleaba en su pecho. La luz del amanecer apenas se filtraba por la ventana de la pequeña habitación que compartía con Melani.

-¡Alice! —La voz de Melani la sacudió de sus pensamientos. Melani estaba inclinada sobre ella, sacudiéndola por los hombros—. Despierta. Es hora de levantarse.

Alice parpadeó, tratando de aclarar la niebla que aún cubría su mente. Se sentó en la cama, respirando con dificultad, mientras las imágenes del sueño se desvanecían lentamente. Miró a su amiga, que la observaba con una mezcla de preocupación y diversión.

—Estabas teniendo un mal sueño —dijo Melani, sentándose a su lado—. Gritabas algo.

—No era nada —murmuró Alice, frotándose los ojos—. Solo un sueño raro.

—Bueno, será mejor que te espabiles. Tenemos entrenamiento en veinte minutos. —Melani se levantó, recogiendo su chaqueta del respaldo de una silla—. No querrás que el comandante nos vea llegar tarde otra vez.

Alice ascendió, obligándose a dejar el sueño atrás. Se levantó de la cama y comenzó a vestirse para el día. Los sueños no importaban en el mundo real. Eran solo ecos de lo que su mente no lograba procesar mientras estaba despierta.

...

El gimnasio de la sede era un lugar amplio, lleno de sacos de boxeo, pesas y todo tipo de equipamiento para mantenerse en forma. El entrenamiento diario era una rutina estricta para todos los soldados, incluso en tiempos de relativa calma. Alice y Melani se encontraron frente a los sacos de boxeo, lanzando golpes rítmicos mientras charlaban.

—No puedo creer que Leira nos siga culpando por lo que pasó en la última misión —gruñó Melani, lanzando un golpe fuerte contra el saco—. ¡Fue su decisión desviarse de la ruta!

Alice asentía mientras lanzaba sus propios golpes. Leira, una de sus compañeras de escuadrón, había insistido en una ruta más rápida en una misión reciente, lo que casi les cuesta la vida. Desde entonces, las tensiones con ella habían sido altas.

—Se supone que somos un equipo —respondió Alice—, pero no parece que ella lo entienda.

Antes de que pudiera continuar con su discusión, la puerta del gimnasio se abrió de golpe. Un hombre alto y robusto entró con paso firme. El comandante de la sede, con su uniforme impecable, miró alrededor del gimnasio con su expresión dura y profesional.

—Atención —dijo con voz autoritaria. Todos los soldados presentes se detuvieron en lo que estaban haciendo y lo miraron.

Alice y Melani intercambiaron una mirada antes de bajar las manos de los sacos.

—Tenemos un nuevo miembro en el equipo —anunció el comandante—. Ha sido enviado desde la central para unirse a nuestro escuadrón. Espero que le den la bienvenida adecuada y lo integren en los entrenamientos de hoy.

Un hombre joven entró detrás del comandante. Era alto, de musculatura delgada pero bien definida. Su uniforme negro se ajustaba perfectamente a su figura, y su porte transmitía confianza, pero había algo más en él, algo que le hizo estremecer a Alice.

Cuando el hombre levantó la vista, Alice contuvo el aliento. Era él. El hombre que apareció en su expedición más reciente, el que había desaparecido sin dejar rastro en medio del pueblo desolado. Sus ojos dorados, tan imposibles de olvidar, la miraban ahora con la misma intensidad con la que lo habían hecho entonces.

Su corazón martilleó en su pecho, cada latido resonando con fuerza. Sentía como si el aire del gimnasio se hubiera vuelto más denso, más pesado. No entendía por qué, pero su cuerpo reaccionaba de una manera que no podía continuar.

—Este es Jair —dijo el comandante—. Confío en que le mostrarán cómo funcionan las cosas aquí.

Alice no pudo apartar los ojos de él. "¿Cómo es posible?" se preguntó. La desconfianza se instaló en su pecho, mezclada con una confusa sensación de reconocimiento y algo más profundo, más inquietante. No había forma de que fuera una coincidencia.

Jair la miraba, y aunque no había dicho una palabra, Alice supo en ese instante que su llegada no era casualidad.

Destinos Entrelazados. (AA'IN)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora