Capítulo 25

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CALLIE.

Miré las olas que rompían contra la orilla. Nunca me ví a mi misma estar en el estado en que me encontraba hace no mucho. No me reconocía, nunca había imaginado que algo tan simple podía hacer que una persona cambiará tanto.

No era lo más sano, pero desde que mi celular había sonado y su nombre nuevamente había aparecido en la pantalla, continuamente tomaba mis audífonos y ponía canciones que me hacían pensar aún más en él y que no me ayudaban a sentir mejor. ¿Masoquismo? Puede ser, pero no podía evitarlo, porque todos en algún momento buscamos un escape de la realidad, algo que nos haga ir lejos de aquello que nos atormenta o lastima, y todos lo encontramos de diferente forma. El mío siempre había sido la música, mi lugar seguro. Aquel al que huía para refugiarme e intentar dejar de lado lo que me suponía un problema.

Había una diferencia entre cuando escuchaba música por gusto, »como cuando iba a fiestas, o las oía en el auto como acompañante, en algún momento no relevante« y cuando lo hacía como mi salida. En esos momentos me sumergía en las letras, en ciertos ritmos que son imperceptibles para otros, en el sentimiento que transmite la persona que lo canta...Y en encontrar aquellas melodías que me hicieran abrir y sentir todo de acuerdo a mi estado de ánimo era una experta. Tal vez funcionaba como mi manera de sacar lo que llevaba dentro, de poner mis sentimientos en palabras de otro que las decía por mí.

Se paró junto a mí y tomó el audífono libre que colgaba del cable, sí, prefería esos.

—Mierda, ¿Por qué escuchas esa canción? Es demasiado melancólica—lo miré.

—Me gusta.

—Te he mostrado mucha música en español, ¿y decides escuchar una que es para matarse?—sonreí.—Escuchemos algo más alegre antes de que quieras meterte al mar y no salir—le ofrecí el celular para que la cambiará por la que quisiera, al final Adán no estaba enterado de que la había estado escuchando desde hace un rato y que quizá la escucharía más tarde. Lo que paso fue que él se negó a mi ofrecimiento.

—Escuchemos, pero no aquí—sonrió quitándose el audífono.

Antes de que me permitiera entender, se alejó del barandal en el que había estado recargado con los antebrazos, como yo, y me ofreció su mano. Le sonreí comprendiendo lo que pretendía.

Me incorporé, la tomé y nos adentró nuevamente en el lugar en el que habíamos estado cenando.

Su familia conocía el lugar más que mis abuelos, y por supuesto más que yo. Nos habían llevado y habíamos compartido una cena agradable. La comida de México era muy diferente a la de Estados Unidos pero bastante buena. Además tenía un ambiente muy alegre con personas tocando música en vivo que me era poco conocida.

Adán pocas veces me dejaba sumergirme en esa tristeza que poco a poco disminuía pero que aún conservaba, y aunque bien no lo sabía así era como funcionaba. Me distraía con cosas, me enseñaba otras, conversábamos, hacíamos amigos por una tarde o una noche en lugares a los que me llevaba, y poco tiempo me dejaba libre como para pensar en Adler.

Solo cuando me encontraba sola, sin nada en qué pensar o hacer, o cuando veía las estrellas, él venía a mí sin quererlo. Ayudaba el hecho de que, poco del lugar en donde estaba me recordaba a él. No era mi casa, no era la suya, no tenía a la vista la lámpara que reflejaba estrellas, ni tampoco fotografías, poco era lo que me hacía ir hacía él estando aquí.

Los recuerdos y lo vivido estaban pero trataba de no pensar en ello, al menos lo intentaba.

Con Adán como compañía en este tiempo de verano había aprendido de música no solo en inglés, también de nuevos ritmos y nuevos bailes, unos que nunca había bailado. Constantemente se había vuelto mi pareja de baile y había visto nuevos pasos y descubierto nuevas formas de moverse. Me hacía girar continuamente con ciertas canciones y me demostraba una y otra vez que era un buen bailarín, sin duda.

Quédate Conmigo. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora