Él

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Los rayos de sol traspasaban finamente por la cortina, disipaban los estragos que la oscuridad había propiciado, cayendo sobre su cuerpo, incomodando aquel rostro de porcelana, logrando que despertara. Dando respingos de incomodidad abrió aquellos ojos marinos, los mareos de la realidad la asaltaban, recuerdos de lo ocurrido apresaban su mente.

Él, aun dormía, tan tranquilo y taciturno, parecía otro tan distinto a la fiera que escasas horas había conocido. Ella, curiosa y soñadora, lo miró una vez más grabando en su mente cada facción, cada peca y lunar que lo caracterizaban aunque, culposa, hace horas prestó la mayor atención y lo memorizó todo en caso de no tener otra oportunidad de contemplarlo.

Recién se conocieron la noche anterior, un juego de la vida, algo irónico de la casualidad. Conectaron miradas en aquel lugar, sus ojos emanaron fuego al encontrarse, ardieron cual infierno, cada célula desprendía deseo, por sus venas corría veneno tóxico del que comenzaban a ser presos y al mismo tiempo encontrando en el otro el antídoto que los salvaría de su deceso.

No hablaron mucho, las miradas lo decían todo, bastaba con eso para apaciguar los demonios que imploraban por salir. A voces, a gritos, sus cuerpos reclamaban el roce, la atención. Se atraían de manera inexplicable. Se necesitaban, al menos esa noche, como el fuego necesita al oxigeno.

Como el agua bajo el aceite, querían estar juntos sin llegar a mezclarse. Cual polos opuestos de imán se juntaron, al menos por ese instante.

Él, coleccionista de curvas. Ella, mariposa viajera. No hubo promesas ni juramentos, solo las ganas de saciar el deseo.

Sin embargo, los sonidos guturales que de él emanaban se impregnaron bajo su piel, sus caricias tan distintas, delicadas y suaves comenzaban a arder sanando cada grieta que con los años se habían formado. Aquellos labios recorrieron espacios que nadie había descubierto. Donde hubo moribundas galaxias con sólo el toque de sus experimentadas manos revivía su universo. La hizo llegar a un estado de éxtasis y placer que jamás había experimentado.

Se incorporó, cogiendo sus ropas regadas por aquel frio suelo. Silenciosamente tomó sus tacones y caminó hasta llegar a la puerta de la gran habitación, cuidadosa de no despertarlo. Girando la perilla, el pasillo le daba la bienvenida, las paredes se extendían como un túnel lleno de miradas, observando la nueva víctima de aquella recámara.

Debía marcharse, sin dejar alguna nota, sin hacerle conocer su nombre, sin despedirse. No hubo presentación alguna, tampoco algún teléfono para volver a oír su voz, ni que decir de alguna dirección. Esa era la última vez que lo vería y lo sabía perfectamente.

Debía hacerlo, acallar los demonios que imploraban despertarlo y besarlo; recordarle, agradecer lo bien que lo pasaron, la forma en que sus cuerpos, al primer roce, se reconocieron de alguna manera ambigua y mágica.

Recorrió su cuerpo con la mirada una última vez. Sonrió, como hace años no lo hacía, y cruzó aquella puerta.

No lo volvería a ver y él no se acordaría de ella, eso era un hecho al que estaba acostumbrada.

Pero, aun así, sabia con claridad que aquel hombre, el cual yacía recostado perdido en un sueño profundo, se había convertido en el amor de su vida.


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