6 Diábolus

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Siete de la mañana y no había recibido ni un mensaje de ella. Nuestra última conversación había sido interrumpida por las niñerías de Reyna y, hasta preferí no darle explicaciones porque no las merecía. O tal vez sí debía hacerlo, era mi única compañera sexual y lo más parecido a una novia que había tenido en los últimos meses. Pero nuestra relación no era equitativa, equilibrada y ni equidistante, aunque el término no aplicase. Yo daba más, esperaba más, amaba más... Y por supuesto que quería estar más cerca de ella. Pero tras cada paso que avanzaba para estar más unido a ella, ella se alejaba tres. Se abría una brecha más grande que el Gran Cañón y cada día me era más difícil de superar. Sin embargo, allí estaba yo, haciendo un esfuerzo por no rendirme y, sabía que de alcanzarla, sería dichoso el resto de mi vida.

Dejé el celular sobre la cama y me levanté, con el ánimo en el piso inferior. Después de una hora de batallar buscando el verdadero motivo para respirar ese día, salí a la tienda por algo de comer. Pero esta vez decidí ir en la motocicleta. El sol se abrió paso entre las nubes, despiadado y hostigador. Este día estaba muy iluminado para mi gusto, me refugié bajo la gorra y encima la capucha de la sudadera y conduje a prisa. Compré un par de cervezas y patatas fritas. Hoy no iba a cumplir mis reglas. Volví a la motocicleta y conduje hasta llegar a una carretera que daba a un pequeño cerro en las cercanías de Haltes. En su cima, habia varios troncos que fueron usados como asientos, rastros de lo que fue una fogata y una magnífica vista de la ciudad y del mar. Haltes, la monótona ciudad de la vida joven. Había tanto que me faltaba por descubrir en ella, que ansiaba tener una compañera de aventuras. Alguien que no se autoflagelara cuando comenzaba a sentirse humana.

—Ojalá me pensaras la mitad de lo que yo te pienso.

Abrí una lata y bebí un largo sorbo. Luego me senté en uno de los troncos y abrí la bolsa de patatas. Estaban sabrosas. Me metí un puñado a la boca y sentí la grasa pegarse a mi paladar. Medio asqueado, bebí de la lata de cerveza y se terminó el líquido.

—Celeste, a veces siento que soy una costra en tu vida. Tienes una herida y allí estoy yo, conteniéndote —dije al aire, gesticulando con la lata en la mano—. Luego me arrancas y me desechas, con asco. Como si yo fuese el verdadero mal... Y cuando te das cuenta de lo mal que estás, me dejas acercarme para protegerte...

«¿Pero qué dices?».

—Digo que también soy una úlcera. No sano nunca. —Apreté la lata con fuerza y el aluminio cedió—. ¿Sabes qué? Tienes razón, Reyna. Debo salirme de su vida. O sacarla a ella de la mía y ocuparme de mis asuntos. Mis prioridades. Reyna tiene razón... —Resoplé—. Estúpida.

Me levanté y lancé la lata lo más lejos que pude, tanto que despegué los zapatos de la tierra. Voló al amarillento cielo en un arco perfecto y comenzó a descender, hasta hacerse diminuta e invisible a mis ojos.

—Así debes volverte para mí, Celeste. Insignificante.

Abrí la segunda lata de cerveza y me la bebí de varios sorbos. Si se calentaba, sabría horrible. Me llevé lo que quedaba de patatas y me guardé la lata vacía en la sudadera. Encendí la moto y descendí como alma que lleva el diablo por esa carretera. Al volver a la ciudad, una de las avenidas estaba libre y no perdí la oportunidad de ser un rayo azul ante los ojos de los transeúntes. Casi al final, iban cruzando dos personas, una frente a la otra y tenían los brazos extendidos.

«¿Qué rayos hacen? Está en verde para mí».

No fue sino hasta estar a menos de un metro que entendí que llevaban una enorme lámina de vidrio muy transparente. No pude frenar. Me agaché lo más que pude, tan pegado al cuerpo de la moto como si fuésemos un solo objeto. El ruido agudo del vidrio quebrándose me penetró las entrañas y sentí miedo de haberme cortado un brazo o una pierna. Frené y la motocicleta se coleó hacia un lado, maniobré y pude detenerme sin causar más desastre. Me tanteé los brazos, el pecho y los hombros. Ileso. Me revisé los muslos, las pantorrillas, los zapatos... Intacto. Uno que otro trozo de vidrio y esquirlas había quedado en el pantalón de chándal, pero ninguno lo traspaso. La gente me observaba y murmuraba muchos "¿qué pasó?" y "¿estará bien?".

¿Doble Realidad?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora