Se llamaba Marciana y siempre quiso ser bailarina. Tenía los
huesos bien puestos. Y también los ojos y los senos. Y las palabras.
Las palabras de Marciana sabían a labial rojo, a cerveza, a música a
todo volumen. Max conoció a Marciana en el bar Cosa Divina, en la
avenida Blanchot. En esa época Max era demasiado extraño. Tenía
treinta años y tenía cara como de paloma gris. En verdad no conocía el
mundo porque toda su vida la había pasado en la prisión haciendo
rebotar una pelota de béisbol contra los muros para recordarle a Dios
que Gary Gilmour no debía estar en el Infierno sino en una pradera de
Zimbawe con su rebaño de cebras blancas y negras.
Cuando Max entró al bar Cosa Divina Marciana se encontraba
en el fondo del bar bailando there is a hole in my life there is a hole in
my life. Max se sentó en una mesa y pidió la carta de licores y se dejó
llevar por ese hueco negro que poco a poco se iba abriendo paso por
entre las mesas, por entre los cuerpos, por la noche.
El dueño del bar era Alain, una especie de cerdo blanco que
siempre estaba vestido con una camisa tropical de flores. Alain tenía
la costumbre de sentarse con los nuevos clientes y entonces se ponía a
hablar con ellos de las bailarinas, de Marciana, de sus bonitos senos, fíjate, de Nicolasa, de su carita de gato, de la señorita Petit, de sus
bonitas nalgas, fíjate mientras servía un poco de vodka.
Después de que salió del ejército Alain dilapidó toda la
herencia de sus padres en la avenida Blanchot. Fíjate. Su padre
siempre quiso que fuera médico cirujano, pero Alain compró el bar
Cosa Divina y desde entonces se la pasaba embutido en su camisa de
flores tropicales hablando de bailarinas con los clientes, regando un
poco de su soledad entre las mesas, los ceniceros, los vasos y la
noche. Fíjate.
Max estaba sentado en la mesa fumando un Lucky Strike y
Alain se le acercó. Al comienzo hablaron de deportes, de los goles de
México 70, del gol de Carlos Alberto en la final contra Italia, del
Ratón Ayala y su larga cabellera, eso fue Alemania 74. Max no dejaba
de mirar hacia el fondo del bar donde Marciana movía su cuerpo, sus
brazos, como si fuera un helicóptero de sudores a punto de explotar. Y
entonces no aguantó más y preguntó.
-Quién es esa?
Alain soltó una sonora carcajada y aplaudió fuertemente.
-Se llama Marciana y está un poco loca. Sólo le gusta hacer el
amor en los baños frente a los espejos mientras escribe poemas en el