El día anterior a la destrucción de la ciudad estábamos con Amarilla y sus gatos en la Séptima. Ese día convencí a Amarilla a que nos metiéramos a ver The Buccaneer con Charlton Heston y Yul Brynner. Le dije muñeca son las siete y no hay nada que hacer y ella me respondió está bien muñeco vamos. Entonces terminamos de comer los helados bajo el cielo de la noche. Amarilla se dirigió a los gatos, que comían un helado de vainilla sobre el pavimento y les dijo cómo la pasan chicos? Y ellos dijeron con sus ojos bien muñeca, muy bien.
Nos metimos a cine. Cogí a Lerner y lo escondí debajo de mi abrigo, Amarilla hizo lo mismo con Pink Tomate y Laurencio. Salimos de cine hacia las once de la noche. La 24 estaba desolada y el cielo estaba lleno de estrellas borrachas por el humo de las fábricas. Caminamos un rato. Entramos al bar Anaconda y tomamos café negro. Un mesero nos puso problema para entrar, pero Amarilla se las arregló para que todos sus gatos estuvieran junto a nosotros y le dijo al tipo oye nene qué putas te pasa y el tipo respondió tranquila nena no me pasa nada y entonces nos dejó entrar tranquilamente. Después de una pelea en el bar salimos sin pagar la cuenta. Siempre que íbamos al Anaconda había peleas. Esta vez era un cojo de camisa amarilla y cadenas de oro que peleaba contra un negro, por una putica ojerosa que llevaba un abrigo de imitación de piel y que emitía griticos desde la oscuridad cada vez que el descalabro del bar era roto por los puñetazos y las botellas que estallaban en mil pedazos. En la mitad de la pelea cuando el negro demolía a golpes al cojo y le decía malparido cojo la yoli es mía sólo mía, salimos del bar Anaconda sin pagar la cuenta. Corrimos varias cuadras y llegamos a la 33 y nos paramos debajo de un reloj a tomar aire. Esperamos a los gatos. A los pocos minutos aparecieron los gatos y Amarilla me dijo que no tenía sueño y que tampoco tenía ganas de caminar, sino que por el contrario sentía ganas de montarse a un bus y recorrer toda la ciudad hasta el amanecer. Está bien preciosa. Ni más faltaba muñeca.
Entonces fuimos a una cigarrería, servicio 24 horas y compramos una botella pequeña de brandy, galletas y cigarrillos. En la 35 cogimos un bus, la ruta 34A Meissen. El bus iba casi vacío. Apenas unos cuantos pasajeros tenían las nalgas aplastadas contra los asientos. Nos hicimos en el último asiento. El bus olía a licor, a cigarrillo apagado debajo del asiento. Adelante de nosotros, un borracho se sacaba los mocos y hacía pequeñas bolitas que después pegaba debajo del asiento. El 34A Meissen bajó cerca del cementerio y después cogió la Avenida República del Uruguay y nos pusimos con Amarilla a contar los urapanes, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete las estrellas, las canecas de basura, las puertas y las ventanas de aquellos edificios grises donde a veces se veía un rostro asomado por la ventana mirando hacia afuera. Amarilla me dijo que los árboles le recordaban la niñez. Que cuando era niña siempre contaba todos los árboles y que los que tenían aves en sus ramas contaban por dos y me dijo muñeco vamos a contar urapanes, claro muñeca contemos, uno, dos, tres, cuatro, cinco urapanes.
El 34A Meissen llego al Santafé, ese barrio que no tenía ninguna esquina, ningún ángulo recto. Eso me lo hizo notar Amarilla. Todas las esquinas no terminaban en ángulos rectos, sino en curvas.
-Tal vez el que construyó este barrio pensó que las esquinas eran parte de la circunferencia de la vida donde el amor es un punto central equidistante de la curva infinita del dolor-, dijo Amarilla mientras limpiaba con la manga de su camisa el vidrio para ver mejor las calles de aquel barrio.
Poco a poco el 34A Meissen se fue llenando. Era tal vez la una de la mañana. Al poco tiempo el bus se llenó de borrachos, de putas, de asesinos. También había un pequeño que nos pidió que le compráramos frunas, monita cómprame las frunas tres en cien monita. Amarilla le compró tres en cien y se las dio a Laurencio, Pink Tomate y Lerner que estaban absortos y tenían las patas contra los vidrios. Gracias monita.
Los habitantes que iban en el bus llevaban los rostros pegados a los vidrios y todos hablaban sin parar. Vomitaban las palabras cerca del olor del bus, encima de los cojines, mientras el bus atravesaba la avenida República del Uruguay llena de urapanes uno dos tres cuatro cinco seis siete urapanes.