TRANSICIÓN

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La noche se deslizaba en el apartamento de Jonathan como una sombra melancólica, y él, sentado en el suelo frío de la sala, se sumergía en el abismo sonoro de The Smiths. La música resonaba en las paredes, encajando perfectamente con el caos que rugía en su interior.

La botella de whisky medio vacía yacía a su lado y el calor de la embriaguez contrastaba con la frialdad de la soledad que lo envolvía. Su torso estaba desnudo y el resto de su cuerpo solo estaba cubierto por unos boxers.

Pensamientos desgarradores recorrían su mente. Se preguntaba qué sentido tenía donarse a las personas, qué ganaba con ello, cuando al final todo se desmoronaba como un castillo de naipes. Era triste -pensaba él- tratar de adaptarse a la gente. Inútil. La adaptación solo llevaba a decepciones, a sentirse alienado incluso en medio de la multitud. Por eso, decidía no adaptarse a nadie. Que los demás se adaptaran a él. Era su propia forma de rebelión, una barrera emocional para protegerse de las heridas que las relaciones dejaban.

Estaba teniendo una crisis. Una de esas en las que te preguntas si todo lo que has hecho tiene algún propósito.

¿Por qué intentar formar lazos cuando al final se desvanecen como humo entre los dedos? ¿Por qué luchar contra la corriente de la soledad cuando te puedes dejar llevar por ella?

Pensaba que lo mejor era estar solo. Que era mejor seguir haciendo lo que le placía, sin ataduras emocionales que sólo conducían a la decepción. En la soledad -pensaba-, al menos no habría nadie a quien defraudar y ninguna expectativa que no pudiera cumplir.

Mientras se sucumbía en sus emociones, la noche se volvía más densa, y Jonathan seguía hundiéndose en la sombra de sus propias reflexiones. El alcohol, como una pócima, lo llevaba a través de los rincones más íntimos de su mente, y en medio de la nebulosa etílica, un rostro emergía con claridad: el rostro de Michelle.

La imagen de la pelinegra, con su cabello largo, sus ojos brillantes y sus labios tentadores, se dibujaba en sus pensamientos, y en la confusión de su estado, Jonathan admitió algo que hasta ahora se había negado a sí mismo. No era solo atracción; era gusto, fascinación, algo que iba más allá de lo físico. Por primera vez, aceptaba que Michelle le gustaba, de una manera que nunca antes había experimentado.

Recordó hace unos días, cuando Sandra le preguntó si le gustaba Michelle, en ese momento, el joven deseó responder con un rotundo sí. La atracción no podía ser contenida por las murallas que Jonathan construía para protegerse del mundo exterior. Era un sentimiento nuevo, apasionante y, al mismo tiempo, amenazador.

Mientras las notas de The Smiths seguían las melodías de su cuadro melancólico, Jonathan pensó en Adrian. No solo era su mejor amigo, también el hombre que tenía a Michelle a su lado. Pero la voz interior, empañada por el alcohol, murmuraba que Adrian no la merecía, que no merecía muchas de las cosas buenas que tenía en su vida. Jonathan pensó que eran injusticias de la existencia que personas como Adrian e incluso Danna, pudieran tener todo lo que deseaban a pesar de ser seres despreciables. ¿Por qué aquellos que parecían pisotear y hacer cosas malas a su alrededor eran los que parecían tenerlo todo? ¿Era acaso el mundo un escenario donde sólo los egoístas triunfaban?

Se preguntaba si el juego de la vida requería que él también adoptara esa perspectiva egoísta, si debería empezar a hacer lo mismo que aquellos a quienes sus acciones las encontraba despreciables. La tentación de sucumbir a la oscuridad, de seguir el camino de la indiferencia y la búsqueda egoísta de placer, se apoderaba de él como una sombra.

La resolución creciente de Jonathan lo hizo proponerse conquistar a Michelle y demostrarle que merecía algo mejor que Adrian. Pero si quería ganarse a Michelle, debía demostrar ser mejor que Adrian y eso significaba dejar de beber y de fumar. Así que, sintiendo que había tomado una decisión radical, dejó de lado la botella de whisky con intención de no seguir bebiendo.

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