Prólogo

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Clara blanqueó la mirada conteniéndose para no estrangular —figuradamente dicho—, a la criaturita de seis años que se había empecinado en subirse a su pupitre, gritar como si no hubiera mañana, saltando como un desquiciado con el peligro de hacer añicos la mesa, o él mismo, en el caso de caerse de él.

    —¡Pedro, bájate de ahí!

    —Nope, señorita.

    —¡Pedro, que te llevo al despacho del director!

    El chaval se bajó de la mesa, sentándose sobre ella, cruzándose de brazos.

    —Me importa un rábano.

   Clara señaló hacia su silla vacía.

    —Siéntate. Debes respetar a tu profesora.

    El chiquillo negó.

    Ese niño la sacaba de las casillas. El mocoso era un niño hiperactivo y rebelde. Los padres trabajaban durante todo el día. Y la niñera que le habían puesto era una joven que se distraía con el teléfono al tiempo que el crío hacía lo que le venía en gana. Beatriz, su madre, se había disculpado un sinfín de veces por su comportamiento, cuando había tenido un hueco en su trabajo, y había sido capaz de acudir a la cita de una reunión concertada con demasiado tiempo rogando.

    —Pedro, que te sientes y hagas la tarea, por favor.

    —Ah, ah —siguió negando, sacudiendo la cabeza con nerviosismo.

    Se la llevaban los demonios. A ver, que una profesora tiene su paciencia y eso, en ocasiones, de santo. Pero este niño era el colmo de toda paciencia. Ni una terapia Zen sería capaz de aliviar la tensión acumulada con sus miles de pataletas y travesuras. Con su manía con molestar para que no se pudiera dar clase, empecinado en llamar, a toda costa, la atención. Encima, estaban sobre fechas Navideñas y los chiquillos estaban más inquietos y emocionados de lo normal con todo. Sobre todo, por los presentes que recibirían por parte de los Reyes Magos. Regalos... estos pequeños monstruitos eran unos manipuladores de armas tomar. Sobre todo, el déspota de Pedrito.

    —Bien, tú te lo has buscado, chaval.

    Salió hacia el pasillo tirando de su mano.

   —¡Que no! ¡Que me dejes!

   —¡No puedes pasarte los días sin dejarme dar la clase! Si ya tan pequeño eres así de revolucionario, si te lo dejo pasar, no quiero ni pensar qué provocarás a medida que vayas creciendo. ¡Nanay! Vas a pagar por tus travesuras.

    —Pero es que no me tienes paciencia —protestó con la boca pequeña.

    Clara lo fulminó con la mirada.

   —¿En serio? ¿De verdad acabas de decir lo que has dicho?

    Matilde, la secretaria del centro, caminó hacia ellos, sofocada.

    —¿Otra vez, Pedro? —lo regañó. La criatura se las traía. Digamos que estaba en la lista negra de los más castigados—. Deja que me lo lleve al despacho. Sergio le dirá unas cuantas cosas. Será mejor que regreses a clase.

    Clara miró hacia atrás. Se escuchaba una algarabía escandalosa en su clase.

    —Sí. Será lo mejor. Me parece que se ha iniciado otra revolución que debo zanjar —masculló, enfadada, entregándole al reo a Matilde, el cual seguía apretando el ceño, discorde.

    Volvió al aula. Puso orden. Al parecer, sin Pedro como cabecilla de la revuelta, la calma regresó en poco tiempo. Por fin, de nuevo, atención. Podía proseguir con la lección. «Jamás tendré niños». Se lo había repetido hasta cansarse. Esos menudos revolucionarios capaces de cambiar el curso de la vida, de un manotazo. Porque tenía paciencia, pero no la suficiente como para ser madre, por muy profesora que fuera. Que era bonito poder regresar a casa y dejar de escuchar toda lamentación, grito, trifulca... lo que fuera. Porque tener a un revolucionario como Pedro, las veinticuatro horas, eso ya era para desgastar al más paciente de todos los humanos. «Los niños, en casa de otros». Que la paz regresase en cuanto pusiera los pies en casa. Eso, era todo un regalo.

 Eso, era todo un regalo

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¡Maldito Romeo!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora