14.

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Alfonso observaba a Clara, la cual gesticulaba unos metros más allá de la mesa de aquellas altas, que habían escogido para sentarse. Le encantaría saber de qué estaría hablando. A ver, podía imaginarla describiéndolo con esa manera particular que solo tenía ella. Ese modo al que le daba la vuelta a las cosas y lo exageraba todo hasta transformarlo en algo gracioso. ¡Qué demonios! Ella era así, y no pretendía cambiarla. ¿Cambiarla? Es solo temporal. La vocecilla aguda de su cabeza pretendía ponerlo en su lugar. Uno de los hemisferios de su corazón lo ensimismaba. Era realmente bonita. «No puedes dejarla marchar». Siento discrepar. Esto es solo un trato. No puedo exigirle más. «Porque no quieres».

    Tomó un sorbo de aquella bebida que ardió al bajar por su garganta. Quemaba y le recordaba lo amarga que era la derrota cuando se deseaba lo contrario. Cuando le encantaría ganar esta contienda. Decir que ella aceptase. Que dejara que ocurriera. Realmente. Que se dejase llevar y a ver qué sucedía.

    Observó un poco más. Qué bonita era su sonrisa. Aquellos labios que había besado, chupado, mordisqueado, deseado. Aquella anatomía que había acunado ya varias veces, entre sus brazos, recorrido con su lengua, con sus dedos. Aquel lugar cálido que había sido capaz de corromper como el diablo travieso que era, que ella sabía que era.

    De repente lo miró. Alfonso dirigió la mirada hacia la mesa, rascándose la nuca con disimulo. «¿Y de repente no eres capaz de sostenerle la mirada? ¿Y a ti qué te pasa? Que ya te la has follado. Ella es estupenda en todas sus facetas». Le pasaba que, probablemente, a ella no le parecería bien que la estuvieran espiando mientras hablaba. Levantó el rostro, ella seguía observándolo desde donde estaba, sin abandonar la conversación. Manteniendo su sonrisa. ¿Qué estaría diciendo de él? El chispas... ¿De verdad le había otorgado tan ridículo mote? «Clara es... Clara. Ella es así». Le entró la risa. Clara, desde donde se encontraba, arqueó una ceja con sorpresa. Tuvo que desviar la mirada para que no pensara que se burlaba de ella. ¡Y es que era tan ridículo el mote! Y le iba. ¡Vaya si le iba! Con lo de ser electricista. Pero, veamos, también le iría fenomenal el mote de Vulcano. Ya le había hecho saber que, fogoso, era un rato. Ella no es que se quedase corta.

    Finalizó la llamada. Llegó hasta la mesa. Sonrió de nuevo. Imaginó el porqué.

    —Por tu culpa me chillan los oídos —bromeó, buscando saber.

    —Mis amigas quieren conocerte. Pero ya les he contado lo de nuestro plan. Les ha parecido que estamos realmente locos.

    —¿Locos? Estamos más que chiflados, querida. —Se apoyó en el codo, inclinándose—. Yo lo estoy pasando bien. ¿Tú lo estás pasando bien?

    —¡No empieces! —se rio—. Obviamente, me resultará difícil olvidar lo bien que lo estamos pasando con nuestra interpretación, como dices. A tu abuela, por su genuino carácter. A la sargento de tu madre. A tu hermano el desvergonzado recordándome que debería de llevar conmigo un palo de billar. Mostrarle la distancia mínima a la que sería aconsejable acercarse a mí.

    Eso lo hizo estallar en una carcajada.

    —Eres única para los comentarios jocosos. Podrías hacer monólogos humorísticos.

    —Ya ves. Tampoco debes olvidar a mi hermana. Es mucho más hospitalaria y tranquila.

    —Ya. Lo de hospitalaria y tranquila podría discutirlo. Y... oye, ¿qué es eso de el chispas?

    De repente, el rubor ascendió por el rostro de Clara, a punto de estallar como una tetera con demasiada presión.

    —No le hagas caso. Suele decir disparates.

¡Maldito Romeo!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora