19.

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David entró en la habitación de Alfonso, gritando como un poseso. Lo zarandeó al llegar a la cama.

    ―¿Qué hicimos ayer? ¡Haz memoria! ―siguió gritando y zarandeándolo.

    Alfonso se frotó la sien sintiendo que su cerebro iba a explotar en mil pedazos con aquellos gritos.

    —Por favor, ¿puedes dejar de gritar?

    David lo soltó. Buscó algo en su teléfono, y se lo puso enfrente, casi tocándole la cara.

    —¡Mira! Una tal Gloria me ha llamado como una docena de veces. ¡Y no conozco a ninguna Gloria! ¿Qué hice ayer?

    Su amigo estaba fuera de sí.

    —Llámala y averígualo. ¡Yo qué sé!

    —¿Y si me la tiré sin preservativo? ¿Y si tuvimos esa mala idea? Igual, ambos estábamos tan borrachos que ni pensamos adecuadamente. —Se llevó las manos a la cabeza—. ¡Joder! Juro que no me emborracharé nunca más.

    —Tal vez no es aquella con la que te lo hiciste. Igual, te enrollaste con varias. Es una de ellas. No sacarás mucho en claro si la interrogas. Si ella iba hasta las orejas de alcohol, mucho menos. Y de todo ello no te acuerdas por la melopea que llevabas ayer.

    —¡No arreglas nada diciendo eso! ¿Sabes?

    —¡Pues ponte un cinturón de castidad cuando bebas! ¿A mí qué me cuentas?

    —¡Fue tu culpa! ¡Tú decías que la vida era una mierda y que teníamos que borrar todos los problemas de un plumazo! Yo solo te apoyé. Así que échame un cable.

    —¡No deberías haberme seguido la corriente!

    —¡Tío!

    —¡Lo sé! Lo sé. ¿Qué coño quieres que haga? —formuló, levantando los brazos. Se apartó de él, reptando hasta el filo de la cama—. Ahora mismo, lo único que puedo hacerte es el desayuno. Después, claro, de vaciar mi vejiga de todos esos jugos venenosos que ayer nos tomamos —gruñó, por lo bajo, volviendo a frotarse la frente.

    —No. No quiero. No tengo tiempo. —Negó, reflexionando—. Tengo que llamarla. Quiero averiguar a qué viene llamando tantas veces. De haber estado borracha, anoche, no se hubiera acordado de mi número, ni lo hubiera memorizado correctamente en su teléfono —alegó, con la mirada perdida hacia la nada, por unos segundos—. ¡Y yo le di mi número de teléfono! ¡Cuando estoy ebrio voy anunciándolo por ahí como si se tratara de un anuncio de citas! —Se dio una palmada en la frente—. ¡Madre mía! Jamás me dejes beber tanto. ¡Jamás! ¿Vale, tío? —le rogó, desesperado.

    Alfonso alzó la mano derecha, en una promesa.

    —¡Mírate, tío! Tú ahí, tan despreocupado. ¿Y si ayer cometiste un error parecido?

    —Me enteraré. Eso tenlo por seguro. Ahora, no puedo hacer nada.

    —¡Y lo dices tan despreocupado!

    —De nada me sirve darme de golpes en la cabeza cuando no puedo ya solucionar. ¿No crees? —Le mostró su teléfono, con la pantalla apagada—. Sé que es aún pronto, o tarde, cuando son las doce ya del mediodía. Sin embargo, nadie ha llamado.

    —Ya... ya. Si no lo hacen días más tarde. —Alfonso se encogió de hombros—. Necesito saber. Tengo que... —se movió, nervioso—. Tengo que informarme.

    —Dime algo cuando sepas.

    Lo señaló.

    —Como si tú pudieras hacer algo.

¡Maldito Romeo!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora