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Fue caótico. El colegio parecía una zona de batalla con todos aquellos chiquillos rebosando adrenalina pura por todos sus poros. Gritos, hiperactividad... dificultad a la hora de guiar a cualquiera de ellos en las actividades escolares festivas cuando se sentían así de eufóricos.

    La obra navideña fue un auténtico caos. De igual modo, los padres aplaudieron complacidos por el resultado tras echarse unas cuantas risas con los errores de los protagonistas. Pedro dio la nota, como cabía esperar. Ese chiquillo no sabía hacer nada sin ser de aquellos a los que les encanta destacar.

    Y, como no, ayudaron con el tema del chocolate de preescolar y la visita del paje real. Algunos alumnos formaron parte de la comitiva. Pedro quiso ser de los que iban con la cara de color negro. Tenían teñidos de negro incluso los fragmentos del cuerpo que no hacía falta teñir. Luego, siguieron con sus actividades cuando el paje y su comitiva se marcharon, satisfechos de haber formado parte del evento.

    Ya continuaron con su agenda habitual. Realizaron talleres más acordes con su nivel de curso. Cantaron villancicos. E hicieron juegos para despedir esta etapa del curso, hasta pasadas las vacaciones festivas.

    Clara dejó salir todo el aire contenido con la tensión del día en cuanto todo acabó. Ese día, los profesores habían montado una comida para celebrar, incluyendo el juego del amigo invisible. Le tocó regalar a Juan, el profesor de castellano de quinto curso. Se conocían solamente por tema laboral. Siquiera sabía de sus gustos. Ni lo había preguntado. Le había comprado un juego de bufanda y guantes de color oscuro que, de seguro, sí iba a utilizar. Su amiga invisible fue Petra, la profesora de matemáticas de tercero. Había tenido un gusto exquisito en su regalo: un joyero precioso con musiquita, y dos bailarines que se esforzaban por dar vueltas al ritmo de la música. ¡Sí que le habían dado de sí los diez euros!

    Al finalizar la tarde se estiró como un gato. Se sentía entumecida. Habían sido unas semanas de plena locura. Y, para más inri, lo de aquel chico. Se maldijo por haberlo recordado. «Creo que, por esta vez, ya nos basta», se regañó a sí misma, obligándose a olvidar lo que no fuera a beneficiarla.

    Con lo que sí había estado satisfecha era con que había conseguido, junto a sus niños, que los más pequeños hubieran disfrutado del evento que tanta ilusión les hacía. Del desayuno con chocolate del que había suficiente para preescolar, y los ayudantes de su curso ―el chocolate estaba delicioso, aunque fuera de tetrabrik—, y de todo en general. Ya tocaba despedirse, felicitando a todos estas fechas, tras echarse unas risas, y charlar sobre qué tenía pendiente hacer para celebrar todo lo que estaba por llegar. «Con la familia», fue lo que más se escuchó. Y, Nochevieja, con la peña. ¡La Nochevieja sí que valía la pena celebrarla! Todas sus amigas se dejaban sus quehaceres en la vida para regresar a una noche de chicas, libre, divertido, en el que encontrar esas horas sin niños, maridos y lo que fuera, solo para ellas. "Maridos"... Eso tú no lo conocerás. «¡Deja de juzgarme, vocecilla tonta!».

    Le dio un abrazo fuerte a Sofía. Ella, para no librarla de sus pensamientos impuros, cuando todo el mundo estaba distraído con corrillos inmersos en su propia conversación, le preguntó si había sabido algo de aquel electricista.

   ―Nada. No me acerqué siquiera a pedirle su número de teléfono. Estaba con los niños.

    ―Oh, cierto, lo recuerdo. ¡Lástima! Encontrarás a otro mucho mejor.

    Clara se encogió de hombros.

    ―No importa. Paso de dramas o preocupaciones en estas fechas.

    Otro abrazo y Sofía le susurró, aún pegada a ella.

    ―Ya me contarás, de regreso. O por WhatsApp. Tienes mi número ―le recordó, dedicándole un guiño al retirarse.

¡Maldito Romeo!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora