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 Había recibido el documento, en formato PDF. Por curioso que pareciera, había tenido tiempo de escribir su información deprisa y mandárselo para que lo estudiara para esta misma noche. Había prisa. Obviamente la había. «¡Ahí tienes la facilidad con la que aceptó tu disparatada idea! Él tenía, también, un plan». ¡Claro! Claro. Cómo no. Ambos se estaban moviendo por puro interés. En el fondo, eran tal para cual. Bien culpable, ambos. Para colmo, con estos planes tan fuera de lugar iban a llevarse por delante a una anciana. ¿Cómo podían ser tan crueles como para engañarla? ¿Cómo hacerlo y no sentirse culpables? ¿Ella se atrevería a mentir como una bellaca sin que se le notara? ¡Pobre mujer! «¡Tú iniciaste el juego! ¿Recuerdas?». Si tenían que ser sinceros, ambos se había arrastrado, a última hora, juntos, hacia el abismo. «¿En serio vas a ser así de cruel con alguien que, de seguro, es bueno de corazón?». La pregunta de la vocecilla dio paso al sonido de unos grillos cantando en mitad del silencio. Clara estaba ignorando a su conciencia para no sentirse peor. «¡Fantástico! Estamos los dos muy locos», acabó replicándose, sintiéndose cada vez más culpable.

    Bien. Ahora le tocaba a ella mandarle la información. Pero no iba a ser tan abierta como él. A ver, no es que Alfonso le hubiera contado su vida y obras. Pero ella iba a ser mucho más escueta. ¿Qué se habrían contado en mitad de aquella no planeada borrachera? ¡Qué más daba! Ninguno de los dos se iba a acordar cuando, entonces, tenían un nubarrón lindo en mitad de sus descerebrados cerebros.

    Mientras se preparaba algo rápido para comer, abrió el Word de Alfonso en el teléfono. Tenía que estudiárselo, aunque fuese por encima. Ya había guardado en la habitación todo lo que había comprado en el centro comercial, y había probado y apartado lo que se pondría para la cena de esa noche: algo formal que no había hecho falta comprar, ya que tenía un conjunto nuevo que no había estrenado todavía. Le serviría para verse bien. Al menos, tener buena presencia, aunque fuera todo puro teatro. ¿Cómo sería la familia de Alfonso? La que no se le iba de la cabeza era la abuela. ¡Pobre señora! Esperaba que no se hiciera demasiadas ilusiones con ella. Aunque, con el papel que representaba ella, y que no sabía comportarse con frialdad, sino al contrario, solía ser toda dulzura, porque Clara era así, iba a tener muchos problemas.

    Empezó a leer, controlando a la vez el horno. Según ponía allí, tenía una cicatriz porque se cayó, de pequeño, de un árbol y tuvieron que remendarlo. ¡Vaya con Alfonso! Se ve que fue un trasto de armas tomar. Vale, lo del momento, hilo-puerta-diente de leche, le dio arcadas. ¡Pero qué bruto! Se llevó la mano a la boca cuando leyó su caída en la alberca de riego en pleno invierno, y cómo su abuelo tuvo que lanzarse a salvarlo, y secarlo con rapidez, dentro de la finca, para que ni pillase una pulmonía. Bueno, quizá, y hasta podría imaginárselo como el mismo Pedrito. «¡Pobres de los que tuvieron que cargar con él en sus momentos más ocurrentes!». La lagrimilla empezó a asomarse cuando llegó al momento del fallecimiento de su abuelo. De cuánto le afectó. El tatoo que se había hecho en el tobillo izquierdo. Se trataba de una ramita de olivo. Él lo ayudaba en la recolección de las aceitunas de su finca. Disfrutaba ayudándolo en sus tareas, sobre todo, en esto. Porque luego se pringaba el aceite bien embadurnado en sus bocadillos, porque aquel aceite sabía a gloria. Sabía a hogar. Al cariño puesto en la cosecha. Y lloró como una boba. Lloró porque la frase resumen que él había puesto de cómo se sintió en el momento en que su abuelo se fue al cielo, le llegó al corazón. Gimoteó, sollozó, sorbió el moco a base de bien, sonándose exageradamente, hasta que el sonido de la cuenta atrás que había puesto en el horno sonó.

Abrió el resumen que ella le había hecho de sus momentos «importantes a recordar». No se había abierto a él ni la mitad. Pero serviría. No se quería involucrar mucho más. Que le hubiera parecido un adonis de aquellos perfectos, Dios del deseo y la lujuria personificado, no significaba que tuviera que entregarle toda su confianza de un soplido, de buenas a primeras.

¡Maldito Romeo!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora