1.

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 —Te veo ojerosa.

    Clara tomó una aceituna y se la metió en la boca, mosqueada. La masticó deprisa y luego habló.

    —Pero, ¿no se supone que los críos inician su verdadera educación en casa? A ver, que yo me encargo de hacerlo en clase. Pero es que... Es que...

    Eva soltó una carcajada.

    —¡Eres profe, corazón! Si no servías para ello, haber estudiado otra cosa diferente. Nadie te puso una pistola en la cabeza para que lo hicieras —bromeó.

    Rodó los ojos.

    —Hay días buenos. Pero hay días buenos de pelar. Te lo juro —gruñó Clara, airada.

    Su amiga le acarició el brazo con dulzura.

    —Te entiendo. No te creas que los clientes que vienen a la tienda son unos santos. —Bufó como un gato furioso—. Te viene cada, con cada argumento, que dan ganas de echarlo a patadas de allí. Pero eso sería el salvoconducto para un despido procedente.

    Clara se frotó la frente, cansada.

    —Creo que me vendrán muy bien las condenadas vacaciones de Navidad. —Puso los ojos en blanco—. Aunque todavía tenemos que ensayar el teatro que haremos para los padres, en el colegio. Y, seguramente, Pedro me la armará.

    —Habla otra vez con los padres. Sácalo de la obra.

    —No soy así, Eva. A ver, que ese niño me desquicie, no significa que lo aparte del resto. Es solo que necesita disciplina. Pero de las personas adecuadas para encauzarlo. Yo solo puedo ayudar en ese camino. Pero si los padres no lo inician y crean una rutina adecuada...

    —Puede que el crío tenga problemas muy gordos. Supongo que sus padres te lo habrán contado.

    —No todo el mundo derrama sus problemas personales más espinosos con los profesores, querida.

    —Ya... —Tomó un sorbo de su refresco—. Bueno, pues nada, tendrás que acoplarte al chaval. Aprovechar cuando esté de buenas para sacarle provecho.

    —De buenas... —Eva asintió—. Ya... —torció las comisuras al mencionarlo—. ¿Qué tal el trabajo de Juan?

    —Bueno, parece que avanza. Pero quiere que tengamos críos. Y yo no estoy preparada para ello.

    —Le dijo la sartén al cazo.

    Eva abrió los ojos al máximo.

    —¿Cuándo te he criticado yo eso?

    —¿Cuándo he mencionado que, viendo lo que veo en el colegio, estoy por no tener ninguno?

    Su amiga resopló.

    —Mira, es que, tanto Juan como yo, necesitamos trabajar. Que nos hemos colgado de una buena hipoteca para esa casita unifamiliar tan chula en la que encaprichamos.

    —Lo sé, tía. Y te entiendo.

    —Es mucho dinero. Mucho gasto, si tienes un bebé. Pañales, ropa, médicos extra si tu pediatra pasa de ti hasta el culo. Dar por saco a los abuelos. Y ya sabes que mi padre está del corazón. Y mi madre, pues tienes que controlarlo. Como para dejarle yo a mi tropa. Mi hermana Andrea trabaja. Ella no puede quedárselos. ¿Lo ves? Ella dice que no tendrá ninguno. —Blanqueó la mirada—, y mi madre está que trina por eso. Quieren saber qué es ser abuelos.

    —Imagino. Me ocurre lo mismo.

    —Tú ya tienes un sobrino. Ya hay un nieto deambulando por la casa de los abuelos, en días de reunión. No notarían tu vacío en el caso de tener pareja y decidirte a tener familia.

¡Maldito Romeo!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora