El abrazo de la agonía

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Las sombras se extendieron bajo nuestro árbol como por un eclipse.

Lo único que acaparaba mi tenue visión de la realidad era la figura voluptuosa de Evelynn, sentada a horcajadas encima de mí, con el talle arqueado hasta su límite y una sonrisa escalofriante de carnívoro al acecho.

Yo sabía perfectamente quién era ella, y de lo que era capaz, la había reconocido tras un gran esfuerzo y, sin embargo, mi cuerpo no respondió debidamente a su presencia. Algo me incapacitaba en mi sitio, algo que actuaba solo para satisfacer mi deseo sin freno de hacerle el amor a esa diosa en la tierra.

De repente, la corteza de su vestido se desmoronó poniendo al descubierto el par generoso de tetas, de pezones moraditos, que contemplé con hambre lujurioso.

—Dios mío... Eres perfecta —musité, y mi brazo se alzó mecánicamente.

Ella se echó hacia atrás.

—¿Las quieres? —preguntó juguetona, mientras me negaba el puto placer de tocarlas.

—Sí, sí, no sabes cuánto —estallé por reflejo— Hace mucho que no aplasto unas de ese tamaño.

A ella pareció divertirle mi sinceridad.

—Fu fu fu... ¿Y se puede saber quién fue la dichosa?

—Una vampiresa de talla grande, pero esa es historia vieja... Ahora lo único que importa somos tú y yo.

Evelynn dejó escapar una suave y sensual risita. Era consciente del hierro que ardía con dureza en mi entrepierna, y tuvo la maldita idea de estimularlo con los movimientos rítmicos y sugerentes de sus monstruosas caderas.

—Entonces... Si tanto me quieres y me deseas, harás lo que sea por mí.

—Cualquier cosa, mi ángel precioso, tú solo pide y yo te lo concederé —en este punto, mi cordura se había marchado, dando lugar a una locura desenfrenada que solo reaccionaba ante la seductora imagen de la súcubo.

De pronto se detuvo sin apartar sus ojos de mí. Su rostro violáceo se ensombreció, desapareciendo completamente de la existencia, incluso su cuerpo, el cual solo pude sentir por el increíble peso que ejercía en mis músculos. Se había esfumado cual gato de Cheshire y lo único que quedaba de ella eran sus ojos.

Unas bolas de intenso color y brillo macabro.

—Lo que quiero, mi amor... —y su voz se deformaba con sonidos graves irreconocibles— ¡son tus gritos!

La sangre salpicó mi cara más rápido de lo que el dolor tardó en llegar a mi cerebro.

—¡Ahhhhh! ¡Hija de putaaaaa!

La azotavides de Evelynn perforó de un impacto la piel de mi abdomen y mis intestinos. Su punta era una cuchilla de filo mortal, por lo que sentí cómo me atravesaba hasta el extremo de incrustarse con la raíz del árbol.

El dolor fue indescriptible y recorrió mi cuerpo por torrentes huracanados que me sacudieron convulsivamente. Apenas recuperé la posesión de mis sentidos, advertí que el otro látigo filoso se acercaba desde la espalda de mi atacante.

Sin embargo, me sentía inútil ante su travieso avance, lento y deseoso como una serpiente, mientras la perra se complacía de mis lastimeros aullidos de dolor, y el gesto suplicante y triste de mi cara sudorosa.

La situación me trajo el recuerdo horrible de esa pesadilla que viví en cierto castillo. Y la comparación de ambos peligros hizo que prorrumpiera en una socarrona risa de moribundo.

—¡Ja ja ja ja!

De súbito vi emerger de la oscuridad el semblante perverso de Evelynn.

—¿Qué es tan gracioso, cariño? —preguntó inquieta—. Mejor ahorra tus fuercitas para el concierto de gritos que te falta interpretar.

K/DA: La invasiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora