4. Canto

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Harua no recordaba muchas cosas de su infancia, a excepción de que había llegado al orfanato a los seis meses de edad.

Su madre biológica lo dejó envuelto en unas mantas bajo las grandes puertas de ese lugar, junto con una única nota que solo decía su nombre escrito en katakana y que por favor lo cuidaran mucho. Desde entonces, su nombre había sido simplemente Harua.

El orfanato era una gran casa antigua, que tenía capilla contigua, donde cada domingo se realizaban misas y acudían los vecinos de la localidad en masa para escuchar las palabras del sacerdote de turno. Al estar tan cerca, los niños del orfanato eran obligados a participar en las ceremonias, ayudando al padre a planificar el sermón u a asistirlo durante este. Harua odiaba asistir los domingos, no por lo aburrido de los sermones o por la ropa incomoda, sino por la mirada de compasión de la gente.

"Pobrecitos" es lo siempre salía de sus bocas, pero lo decían mirando desde arriba, mirándolo por encima de sus hombros. Acariciaban sus cabellos, pero al darse la vuelta limpiaban su mano con recelo. Harua realmente los odiaba.

Por muchos años fue el más pequeño del lugar, haciendo que recibiera el apodo por parte de los otros niños como el consentido de los adultos. Claro, y aunque era en tono de burla, encubría resentimiento y celos

Era cuidado en especial por el padre Nishimura Hiro, un hombre de avanzada edad que era el encargado del orfanato. Él fue quien lo recogió aquella madrugada y quien lo crio durante tantos años.
Harua lo consideraba como un padre, era su referente y con quien más se sentía protegido. Fue él quien respondía sus dudas respecto a su identidad, le habló sobre la historia de sus antepasados y le habló sobre su próximo futuro, preparándolo para lo que se venía.

Vivió una infancia regular junto con los otros niños y los adultos a su alrededor hasta que ocurrió un suceso que lo marcó.

Cuando Harua tenía 10 años, Nishimura Hiro falleció.

De la noche a la mañana, su mundo se derrumbó. Lo peor de todo es que no se pudo despedir de él, ya que la familia prefirió un sepulcro privado.
Harua lloró cada una de las noches que siguieron de ese día, ahogando sus llantos en las oraciones que aquel hombre le había enseñado con tanto cariño, rogando a Dios que le regresada a su padre. Rogando que lo cuidara en el cielo.

Las cosas no mejoraron con la llegada del nuevo padre, de hecho, el infierno personal del menor estaba a punto de empezar.

Una característica de Harua es que nació con la peculiaridad de ser muy bonito. De contextura delgada y pequeña, siendo el más pequeño no solo en edad, sino en altura. Con el cabello negro y sedoso que, enmarcaba delicadamente su cara. Una cara dulce y angelical, con ojos grandes como los de un conejo, que cautivaban a cualquiera que pasara. Su piel tan blanca como la leche y tersa al tacto. Harua era tan bonito como un muñeco, pero tan frágil como la porcelana.
Su único error fue creer que todos los adultos eran como el señor Hiro. Pero esos adultos no eran humanos, eran monstruos.

"Que suerte tienes de haber nacido con esa cara", es lo que más le repetían, pero, para él era simplemente una maldición.

Como abejas a la miel, los insectos iban tras él, acechándolo a cada pasó que daba y abusando de él de las peores formas posibles.

A los 10 años, Harua aprendió que ellos siempre quieren algo a cambio y que al amor que tanto profesaban dolía mucho más de lo imaginado.

...

"Harua-chan~", el menor de ese entonces 13 años se tensó al escuchar la voz de una de las madres superioras, quien posó su mano en el hombro del joven y lo apretó con fuerza. "Este domingo es tu turno para ayudar al director con la nueva planificación", ella sonreía ampliamente, pero para la poca sorpresa del menor, esa sonrisa no llegaba a sus ojos. "Hazlo bien esta vez"

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