Alicent siempre ha sido la creyente entre ellas dos. Piadosa, devota y temerosa de los Dioses. Pero Rhaenyra, ella jamás ha encontrado razón para creer en los siete rostros de la divinidad que adora su esposa, o en el árbol que adoran los norteños, no.
Si hubiera vivido durante la época gloriosa de Valyria, habría adorado a los dioses de su familia y a las llamas que brillaban en las forgas.
Pero Rhaenyra vive en el presente y en el presente las llamas se apagaron, son un simple recuerdo en los polvorientos libros.
Como Targaryen, siempre se le ha dicho que esta más cerca de los dioses que de los hombres; no esta muy segura de que dioses hablan exactamente, pero ella desea con todo su corazón estar cerca de los Siete de Alicent. No por su piedad, no por su perdón, mucho menos por devoción. No.
Rhaenyra quiere estar cerca de ellos para buscarlos, encontrarlos allí donde se esconden y verlos arder.
Los Siete, que castigan a su esposa y a su pequeño por nacer por su propio pecado. Su devota esposa y su inocente bebé. Rhaenyra quiere subirse a su dragón para surcar los cielos, buscar a los tan llamados “dioses” y obligarlos a sanar a Alicent.
“Muña, mal.” Rhaenyra interrumpe sus demandas a la Madre para observar a Aegon, quien junta sus pequeñas manitas frente a una vela. “Así.” Susurra.
Helaena se retuerce en sus brazos, no ha parado de llorar desde que entraron al septo, Rhaenyra la deposita en el frío suelo, sorprendiéndose ante la rapidez con la que la niña gatea hasta la estatua del Extraño. La bebé se pone de pie sobre sus inestables piernas, buscando apoyo en la gran figura de piedra, y solo se queda allí, balbuceando al aire.
“Muña, ora.” Aegon la regaña a su lado.
No hay nada para orar. Quiere decirle Rhaenyra, pero su niño es aún muy pequeño para entender la gravedad de todo, y si él cree que orar salvará a Alicent, Rhaenyra no será quien rompa su ilusión.
“Tú hazlo, mi amor, yo debo vigilar a tu hermana.” Murmura, mirando esperanzada la puerta del septo, esperando noticias.
No se ha apartado de al lado de Alicent desde que el maestre anunció que el parto de ha adelantado, solo lo hizo para calmar las inquietudes de Aegon, quien luego pidió ser traído al septo.
Helaena sigue sus incesantes balbuceos, casi… casi como si hablará con la estatua. Los ojos de la niña observan a la figura con una mirada de asombro y casi suplica, Rhaenyra se estremece ante el grito que deja salir la pequeña cuando ella intenta tomarla en brazos.
“Su majestad.” Sir Erryk interrumpe en la quietud del septo.
Rhaenyra se pone de pie de inmediato, ignorando la forma en la que Helaena se retuerce en sus brazos, sin esperar palabras, levanta a Aegon bruscamente y comienza a arrastrarlo hacia afuera.
“El gran maestre te necesita.” Ella no necesita más información, los ojos de Erryk la observan con lastima, Rhaenyra quiere abofetearlo.
Encuentra a las niñeras a medio camino, y luego de dejar a los niños a su cuidado, corre hacia la habitación de Alicent.
La imagen que encuentra allí la hace perder el equilibrio y la obliga a inclinarse hacia un lado y expulsar lo poco que ha logrado ingerir para su desayuno.
Por un segundo piensa que así debe haberse visto su madre y la bilis le quema la garganta cuando sale de su cuerpo.
Alicen yace en la cama, descansa contra Gwayne que esta a su lado. Su cabello color fuego se pega a su rostro empapado de sudor; su ropa de cama, una vez color marfil, esta cubierta de sangre, al igual que sus muslos.
La sangre mancha absolutamente todo en la habitación, desde la ropa de Alicent hasta las sabanas, empapando los vestidos de las sirvientas y las toallas que siguen apilándose en un rincón.
“Rhaenyra.” Gwayne susurra, sus ojos, tan marrones como los de Alicent, estan inundados en lagrimas.
La princesa no necesita más para correr hacia la cama.
Alicent, en el borde de la inconsciencia la observa, estudiándola con sus orbes cansados.
“¿Los niños?” Solloza.
“Estan bien, con sus niñeras, esperando por ti.”
“¿Les dirás?” Alicent pregunta, retorciéndose en sus brazos, justo como Helaena lo había hecho antes. “Que los amo.” Aclara ante la incertidumbre en el rostro de su esposa.
“No.” Solloza Rhaenyra. “Porque no morirás, no hoy.” Tampoco mañana, o nunca.
Alicent parece a punto de responder, pero se sienta en la cama bruscamente, gruñendo mientras sujeta su vientre.
El gran Maestre se acerca rápidamente, y con un rápido vistazo a su entrepierna, le ordena que puje.
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Antigua ley, nueva historia.
Science FictionCuando Otto Hightower planea casar a su hija con el Señor de Altojardin, Rhaenyra invoca una antigua ley valyria para salvar a su amiga, sin saber que este simple acto cambiaría la historia de la dinastía Targaryen para siempre.