Cinco, seis, siete y ocho.De forma infalible y automática, aquella cuenta se reproducía en su cabeza una y otra vez. Mientras la melodía inundaba el salón de su apartamento. Estaba descalza, sintiendo la madera bajo sus pies, tenía el pelo recogido en un moño alto, unos pantalones cortos y una vieja camiseta. Los ojos cerrados y los brazos colgando a ambos lados de su cuerpo.
Corría una leve brisa, que entraba por los ventanales abiertos. Pero no tenía ninguna otra distracción. Solo la cuenta de su cabeza y su respiración acelerada.
Levantó el brazo derecho con mucha tranquilidad, iniciando el movimiento con su codo y en perfecta sincronía con la música, en el último golpe de piano, giró su muñeca para apuntar con sus dedos hacia el techo. Estiró uno de sus pies y levantó la pierna, hasta pegarla contra uno de los laterales de su cuerpo. Concentrada en encontrar el equilibrio perfecto.
Al menos, durante unos segundos, tenía el control. El más absoluto control de todo lo que hacía, sentía o pensaba. Cuando bailaba, no importaba nada más.
Siempre había sido su vía de escape, su terapia. Y en ese momento de su vida, cuando todo se caía, tan rápido y tan a la vez que no le daba tiempo a sujetar nada, el único instante en el que se sentía en paz era, bailando.
Su teléfono rompió la burbuja, cuando se cortaba la música para avisar de que tenía una llamada. El nombre de su madre iluminaba la pantalla.
—Dime, mamá —respondió al llevárselo a la oreja.
—¿Qué te queda? —preguntó Marisa, sin molestarse en ser educada.
Parecía molesta. Raquel miró el reloj de su muñeca y abrió mucho los ojos. Mierda, mierda.
—Estoy saliendo, que me traían un paquete... —fue lo primero que pensó, como excusa, mientras se dirigía, como una flecha a su habitación, en busca de ropa.
—Yo estoy aquí ya, esperándote, así que no tardes —murmuró su madre, quién odiaba esperar.
—No tardo, estoy llegando al coche —mintió de nuevo antes de colgar. Se quitó la camiseta y los pantalones y cortos y se enfundó un vestido, con una camisa anudada. Eso tendría qué servir. Aunque probablemente Marisa lo desaprobara por completo. Se soltó el pelo y se echó perfume, porque descartaba que le diera tiempo a una ducha. Se calzó, cogió su bolso y su teléfono y salió directa en busca del coche.
Quince minutos más tarde de la hora acordada, Raquel llegaba al punto de encuentro. Reconoció en seguida el coche de su madre. Ella aparcó justo al lado y se bajó. Nada más entrar en la oficina, vio a su madre sentada, frente a una mesa baja, llena de carpetas.
—Buenas tardes —dijo con una sonrisa, saludando a las presentes—. Siento mucho el retraso...
—No te preocupes, Raquel, te estábamos esperando —sonrió Verónica, una mujer de unos cuarenta años, de cabello castaño. Su madre solo le dedicó una mirada severa. Raquel se sentó a su lado y dejó su bolso en el sillón.
—Pues, cuando quieras —humedeció sus labios y fijó su atención en Verónica.
—Esto es solo un comienzo... —señaló a todos los archivadores abiertos, encima de la mesa—. Una vez que definamos el estilo, iremos viendo más en profundidad cada tema, ¿de acuerdo? —miró a ambas mujeres, que asintieron.
—Queremos algo clásico, atemporal, elegante —recitó Marisa, devolviéndole la mirada. En ningún momento se detuvo en mirar a Raquel. Mucho menos en dejar que ella opinara lo que quería o no quería para su boda. Pero, a estas alturas, ¿de qué se sorprendía?
ESTÁS LEYENDO
Soltar(te)
RomanceESTA ES LA SEGUNDA PARTE DE UNA BILOGÍA. SI NO HAS LEÍDO SOLTAR(SE) TE RECOMIENDO QUE NO SIGAS LEYENDO 🛑 Algunas veces no es cuestión de querer mucho, sino querer bien. Y eso fue lo que aprendió Susana, cuando el destino puso en su camino, de nuevo...