un poder maldito

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Mi nombre es Coco, y soy la heredera de un poder que jamás pedí. Desde pequeña, nunca entendí realmente qué significaba tener una madre, Lupina me crió, aunque no sé si "criar" sea la palabra correcta, para mí ella era todo lo que conocía. Lo que sea que Lupina me diera, lo aceptaba, porque... ¿qué más iba a hacer? No conocía otra forma de existir. A veces me preguntaba si otras madres también golpeaban o trataban a sus hijos como si fueran juguetes a los que controlar, a los que someter. Pero esos pensamientos se iban rápido, porque no tenía sentido, no era como si pudieras ser de otra manera si nacías siendo tú.

Lupina solía decirme que era especial, pero no de una manera que me hiciera sentir bien "Eres peligrosa, Coco" me repetía con esa voz que cortaba como el frío del invierno "y más te vale aprender a controlarte" No entendía de qué hablaba, no en ese entonces, y ella solo me observaba con esa mirada que me hacía sentir pequeña, aún más pequeña de lo que ya era. Nunca me explicó de qué debía cuidarme, y yo solo podía obedecer, porque eso es lo que hacía: Obedecer.

Había días en los que Lupina parecía más juguetona, aunque no en un buen sentido. Me empujaba, me retorcía el brazo o tiraba de mis orejas "No seas débil" decía "Si no puedes soportar esto, menos vas a poder soportar el mundo" Me dolía, claro, pero no sabía si eso estaba mal ¿Acaso no era así como te preparaban para ser fuerte? Sus palabras me hacían sentir que debía aguantar, que debía ser lo que ella quería que fuera, aunque no supiera bien qué era eso.

Pasé años así, sin saber que dentro de mí habitaba una maldición. No fue hasta que crecí, cuando ya no era tan niña, que todo cambió.

Esto sucedió cuando estaba jugando con mi amigo, un muñeco de nieve, siempre me había gustado pasar tiempo con él, aunque sabía que los innuits no debían mezclarse con ellos. Había algo extraño entre nuestras especies, una especie de rivalidad que no entendía del todo. Pero para mí, eso no tenía importancia, el no era alguien que debia odiar solo por su especie, era simplemente mi amigo. Nos encontrábamos a escondidas, siempre en lugares donde nadie pudiera vernos, no éramos tan diferentes como decían, al menos yo no lo veía así.

Una noche, nos alejamos más de lo habitual para ver mejor la luna, pero solo era una excusa perfecta para salir del pueblo y evitar que alguien nos descubriera. La luz de las estrellas brillaba sobre la nieve, y todo se sentía... perfecto. Era una de esas noches en las que el frío no dolía tanto y el silencio no pesaba. Él y yo estábamos felices, y por un momento, no pensé en nada más que en esa pequeña burbuja que habíamos creado.

De repente, sentí su mirada sobre mí, era una sensación extraña, como si estuviera esperando algo. Cuando volteé, lo vi acercarse lentamente. Mi corazón comenzó a latir más rápido, pero no sabía por qué ¿Quería darme un abrazo? Mis cola se movio de manera tan inquieta. Era raro, yo no estaba acostumbrada a los abrazos, pero algo dentro de mí se llenó de una calidez inesperada.

Cerré los ojos, esperando sentir sus brazos a mi alrededor, pero... no pasó nada. El vacío de ese no-abrazo me hizo dudar, mis pensamientos empezaron a correr "¿Será que tuvo pena de darme un abrazo? ¿Tal vez no es un abrazo lo que me dará? ¿Qué tal si planea traicionarme? ¿O qué tal si soy demasiado fea y se arrepintió?"

Todo eso cruzó por mi mente en cuestión de segundos, y justo cuando volví a abrir los ojos... lo vi. Lo que antes era mi amigo estaba ahora completamente atrapado en un hielo rojo, sólido y espeso, cubriéndolo por completo. Mis ojos se llenaron de terror, ahí estaba, con los brazos todavía extendidos, como si en cualquier momento fuera a abrazarme.... Pero ya no se movería. Su mirada, la tristeza en sus ojos, era lo último que me quedaba de él. Me quedé paralizada, mi mente no podía comprender lo que había hecho.

Intenté liberarlo, creí que con solo un poco de esfuerzo podría derretir el hielo, traté de usar lo que sea que lo hizo congelar, de hacer algo, pero no sabía cómo. En lugar de deshacer lo que había hecho, solo creaba más hielo. Cerre mis puños y, de manera desesperada, golpeaba el hielo con todas mis fuerzas con tal de romperlo, pero solo empeoraba la situación. Me frustré, mis manos dolían de tanto intentar, de tanto luchar contra algo que yo misma había creado.

Las horas pasaron, y con ellas, mi fuerza, caí de rodillas frente a la estatua que ahora era mi amigo, lo abracé como si ese gesto pudiera devolverle la vida, pero no fue así. Nada cambiaría lo que había hecho, el monstruo en que me había convertido ya estaba ahí, reflejado en sus ojos vacíos.

Sin darme cuenta, me quedé dormida abrazándolo, incapaz de dejarlo ir, No quería abandonarlo, pero también sabía que no podía quedarme. Cuando desperté, escuché voces, era su familia, los oía llamarlo, buscándolo. El miedo me invadió y, sin pensarlo, huí. Corrí lo más rápido que pude, mis pies tropezando con la nieve, las lágrimas nublando mi vista. Caí varias veces, raspándome las rodillas y las manos, pero no me detuve, no podía dejar que me encontrara, no podían saber lo que había hecho.

Finalmente, llegué a lo alto de una montaña, exhausta. No veía nada a mi alrededor, ningún pueblo, ninguna señal de vida, estaba sola, tal vez eso era lo que merecía: Un lugar donde no pudiera lastimar a nadie más, Un lugar donde no tuviera que enfrentar lo que había hecho.

Pasé días construyendo un iglú lo suficientemente pequeño para una sola persona, para mí. Era algo que Lupina me había enseñado a hacer, aunque sus lecciones siempre iban acompañadas de esa voz que me hacía sentir inútil, como si jamás pudiera hacer algo por mí misma. A pesar de sus palabras en mis recuerdos, lo terminé. No era perfecto, algunas paredes eran desiguales, y las esquinas se veían torpes, pero al menos era habitable. El frío en su interior era intenso, pero eso no me molestaba; había crecido en el hielo, era lo que conocía.

Viví ahí un buen tiempo,  intentando comprender mis poderes, buscando alguna forma de deshacer el hielo rojo que tanto me aterraba. Pero el hambre no tardó en llegar, y el paisaje a mi alrededor no ofrecía nada más que nieve interminable. Sin otra opción, decidí bajar a buscar comida. Caminé durante horas a través de la tundra helada, mis piernas cansadas con cada paso. Eventualmente, llegué a lo que parecía ser un gran imperio, sus altas murallas se alzaban como un recordatorio de lo que no me pertenecía. Había guardias en las puertas, sus miradas vigilantes escaneando el horizonte. Me escondí tras algunas rocas y, con cautela, rodeé el perímetro.

Encontré comida tirada cerca de un callejón trasero, probablemente desechada por alguien. Estaba mordida y sucia, pero era más de lo que esperaba. Junto a la comida, había un saco viejo y raído. Sin dudar, lo recogí y guardé las sobras, agradecida de que el saco no estuviera roto. Con la comida asegurada, emprendí el largo camino de regreso al iglú.

A mitad del trayecto, el cielo se oscureció y comenzó a llover. Las gotas caían con fuerza, mojando mi cabello y capucha. Me sentía agotada, mis piernas protestaban a cada paso, así que busqué refugio bajo un árbol cerca del mar. Me senté, observando cómo las gotas de lluvia danzando y creaban ondas en el agua. El sonido de las gotas me tranquilizaba, y durante unos minutos olvidé el cansancio y el hambre.

Fue entonces cuando lo vi. Un pequeño perrito, temblando bajo la lluvia, se acercaba a mí. Era tan pequeño, del tamaño de mi mano, su pelaje suave y mojado. No pude resistirlo, saqué una manzana mordida del saco y se la ofrecí. El cachorro se acercó con cautela, la olió y luego la mordisqueó con hambre.

Después de comer, se acurrucó a mi lado, temblando. Lo recogí con cuidado y lo coloqué debajo de mi capucha, dejándolo abrigarse con el calor de mi cabello y del algodón, el pequeño dejó de temblar y cerró los ojos. Cuando la lluvia finalmente cesó, recogí el saco y el perrito no emitió ningún sonido, como si entendiera que era hora de seguir.

Al llegar al iglú, comí un poco de la comida que había encontrado. Sabía diferente a lo que recordaba, un poco agria, pero el hambre fue más fuerte que mis quejas. Me acosté en el suelo del iglú y bajé al perrito, dejándolo acurrucarse bajo mi brazo. Mientras lo abrazaba, pensé que quizás las cosas no serían tan malas viviendo así, aislada. Después de todo, este era el destino de una bruja como yo.

guardián tales: Desviación del cuentoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora