VIII

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—¿Saldrá, princesa?

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—¿Saldrá, princesa?

—Sí, mi señora— la Dama de Oro reverenció a su madre.

—¿Volverá a la corte? — intervino su padre.

—No, mi señor, vigilaré mis dominios y volveré para la comida.

Aemon bajó las escaleras con una armadura de escamas, le dio a su esposa y una pechera similar, con escamas doradas que se habían mudado Sindarin y Quenya, los dragones gemelos que pertenecieron a la reina, al menos el Dragón Nacido del Oro, el Dragón Gemelo nunca había sido montado, pues Maegor lo rechazó, decía que no había mejor dragón para él que el Terror Negro, por lo que debía esperar a la muerte de su padre para poder reclamarlo. Ese día, la doncella sonrió a sus criados mientras caminaba del brazo de su esposo, camino al jardín donde dormían sus dragones. Siempre subía con ayuda de su esposo y siempre iban en Quenya.

—Te ves hermosa.

—Y tú te ves tan guapo— sonrió emocionada. Esta vez sería diferente, Ceryce reverenció a Sindarin y logró tocarle el hocico, puso su mano entre ambos orificios nasales, volvió a sonreír—. Déjame ser tu hermana.

—No sabía que eras tan diestra.

—Todas mis conversaciones con el Rey son en Alto Valyrio.

—Y ahora las nuestras.

—¿Me atrapas si caigo?

—Siempre.

—Entonces vamos.

Ceryce besó con efusividad a su esposo antes de ir con tiento, pero decidida, hasta la bestia alada, bañada en oro y con escamas impenetrables; jamás había sido montado, así que había riesgo de que la derribara, no por eso se acobardaría. Claro que Sindarin se levantó y rugió con fuerza, Ceryce gritó asustada y Aemon brincó a su silla en Quenya cuando Sindarin emprendió vuelo para tratar de tirar a aquella que se atrevía a montarla. Ceryce gritaba y se aferraba a las escamas, con la esperanza de no caer, pues faltaba una montura de la cual agarrarse. Cuando la bestia agitó sus alas y el aire hizo temblar un par de tierras debajo suyo, la princesa logró sentarse en su lomo.

El Pálido y el ValerosoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora