26| Inocentes

1.1K 187 56
                                    

Kaz se separó de sus abuelos exactamente un mes después de haber llegado al primer refugio.

Había sido una noche donde los infectados entraron y a los más lentos no les dio tiempo para huir, los únicos que pudieron escapar fueron quienes estaban despiertos, eran ágiles o tuvieron la suerte de ser betas.

Kaz no tuvo oportunidad de ir con sus abuelos cuando ocurrió el brote, debido a que se encontraba en la fogata con los demás niños. Lo primero que hicieron fue tomar a niños y omegas para que huyeran y sólo aquellos capaces de luchar se quedaron y armaron grupos para escapar de la manera más rápida y estratégica posible, mientras que a él lo agarraron y obligaron a ir con un el primer grupo que escapaba, sus abuelos se fueron con otro. Kaz gritó que lo dejaran bajar, que debía ir con sus abuelos y nadie tomó en cuenta que, de todos los niños, sólo él tenía familiares vivos.

Mientras luchaba por regresar a la tienda donde sus abuelos dormían, Kaz fue empujado incontables veces, los gritos, los graznidos, la desesperanza que allanó el campamento fue insuperable incluso para él, cuyos ojitos viraban de lado a lado buscando una cara conocida. Una cabellera grisácea, con unos lentecitos rotos que a Kaz le gustaba tomar para pegar la patita que se despegaba; un rostro arrugado por el paso de los años; una camisa de cuadros roja con una cachucha azul comprada en una tienda de souvenires durante el último viaje a Nueva York. Aunque fuese, ya por mucho dejar, esas manos callosas de tanto tejer y trabajar cubiertas por esa tela de piel delicada y elástica que muchas veces le gustaba jalar suavemente; buscó esa blusa que en sus mejores años fue amarilla, con unas flores blancas bordadas en el pecho.

Entre la gente que corría, Kaz se encontró a sí mismo luchando contra la corriente de gente, algunas personas lo veían con incredulidad, como si se preguntaran por qué un niño tan pequeño quería ir justo al sitio donde entraron los infectados. Se abrió paso con sus brazos.

Sus ojos, presas del ardor por la tierra, el humo y el fuego, desplazaron sus lágrimas, corrieron por sus mejillas, llegando hasta la barbilla y cayendo, finalmente, a la tierra.

Corrió.

Empujó.

Cayó muchas veces.

Pero jamás logró llegar hasta sus abuelos.

Un infectado se le lanzó encima y Kaz se aventó hacia un costado, su pequeño cuerpo chocó contra los escombros y después, sin poder hacer mucho, un hombre lo sacó de allí y le ordenó a otro llevárselo para ponerlo a salvo. Se le encogió el corazón y señaló la dirección donde se encontraban sus abuelos, suplicando para que lo dejaran ir.

—¡Esa zona está barrida!

Fue lo único que le dijeron.

Les había gritado muchas veces que sus abuelos estaban ahí, justo en esa tienda color rojo que comenzaba a incendiarse, pero escapar era lo único que todos tenían en mente y nadie se detuvo a prestar atención a sus desesperados intentos por ir junto a ellos. Lo que todos querían era reagruparse sin saber que estaban siendo atacados por una horda. El grupo del refugio se dividió esa noche y todos dieron por hecho que, de alguna manera u otra, se reencontrarían.

Y claro que en ese mundo lleno de monstruos, eso era lo último que sucedería.

Kaz gritó e intentó regresar, pataleó al tiempo que sus dientes mordían al hombre que lo sostenía y cuando intentó correr de vuelta, fue una mujer quien le dio un golpe en la nuca y eso lo hizo dormir por el resto del camino.

Habían perdido lo poco que se construyó por culpa de un celo inesperado por parte de un omega y eso atrajo a los infectados por la parte trasera. Así que nadie pudo hacer nada.

La Caída de CedraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora