Capítulo 4

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Una sonrisa traviesa. Un ambiente oscuro. Una atmósfera pesada.

–Estaré esperando –susurró Sukuna, desde lo más alto del trono de su templo maldito, en su territorio.

No se veía el techo, demasiado alto como para que lo alcanzara la vista. En su lugar, se podían observar costillas y la columna vertebral gigante de algún ser, como si se encontraran en el interior del cadáver de un enorme animal muerto hacía eones.

El espacio era amplio, oscuro. No había luz artificial o velas, pero aun así, ambos podían verse el uno al otro.

El suelo estaba cubierto de sangre, caliente y viscosa, al menos un palmo de ella, y el olor impregnaba todo el ambiente. Era un aroma a muerte que su dueño adoraba.

Junto con ella, bajo la superficie, se hallaban cráneos de bestias con cuernos de diferentes tamaños y formas.

Todos ellos, pero, acababan amontonándose en medio de esa tétrica estancia, en una gran montaña de huesos de humanos y animales.

Justo en la cima, como si de un rey del infierno se tratara, estaba Sukuna sentado, en su trono de huesos, vestido con la yukata blanca.

–¿Con quién hablas? –preguntó otra voz, a poca distancia.

Sukuna suspiro, cansado.

El mocoso...

–Con nadie –respondió. Le miró, con una sonrisa de suficiencia. Recordar el porqué Yuuji se encontraba junto a él le ponía de buen humor –Y no mires hacia arriba sin mi permiso, es desagradable.

–Entonces baja aquí para mirarte desde abajo –respondió el chico, molesto y con ganas de fiesta.

Ryomen Sukuna hacía dos días que había matado a Itadori Yuuji, arrancándole el corazón, y lo que descubrió a raíz de ese hecho fue, cuanto menos, impactante.

Retomando la información que el Rey de las Maldiciones conocía, Itadori Yuuji era un ser humano normal, un no-hechicero, pero con unas habilidades físicas excepcionales. Era el único talento que podía reconocerle, porque por el resto, era un inútil.

Curiosamente, ese mocoso sin ningún poder ni ritual maldito tenía un gran talento como recipiente. Como jaula. Tan grande como para reprimirle a él, la maldición más poderosa que jamás había existido. No sólo eso, sino que, pudo descubrir que sus recuerdos y aspectos de su vida habían sido sellados, por nada más y nada menos que la técnica más poderosa de su antiguo clan.

Sukuna no era estúpido. Sabía lo amplia que era esa técnica, y que podía sellar mucho más que simples recuerdos. No consistía en sellar atributos al azar, su verdadero valor radicaba en que era capaz de sellar partes del alma o un alma por completo, con todo lo que eso implicaba.

Su poder era inimaginable. Desde quitar una simple manía, hasta arrebatarle la vida a alguien. Dejar un cuerpo sin vida, con su alma atrapada para siempre, incapaz de liberarse. Era una muerte en vida.

Y el abanico enmedio era demasiado amplio.

Fuera lo que fuera que andaba con ese crío, no era casualidad. Para nada lo era, todo encajaba demasiado bien. Era un plan perfectamente urdido. La pregunta era, ¿por quién? y más importante. ¿Quién se atrevía a utilizarlo?

A quien hubiera sido, le concedería exactamente cinco segundos para explicarse antes de matarle, como agradecimiento por devolverle a la vida. Claro que, antes debía someter al mocoso, y hasta no haber recuperado su poder, no parecía poder hacerlo.

Para su suerte, quien hubiera planeado aquello, no contó con algo muy importante. Que Sukuna no era el perrito faldero de nadie. Él no era ninguna oveja, él era el lobo. Uno que devoraba y acababa con todo lo que le apeteciera, y no permitía que nadie se creyera mejor que él.

El CaídoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora