15 horas, 53 minutos

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Santi abrió los ojos.
De alguna forma, supo que le había despertado el silencio, más estruendoso en ocasiones que mil sonidos distintos o incluso que una explosión. Y el silencio en casa de Cinta era muy intenso, estaba cargado de sensaciones y presagios.
Miró a su alrededor: las paredes estaban llenas de pósters y fotografías, la ropa tirada por el suelo formando montones; el desorden natural de cualquier habitación. Luego miró el vacío en la cama, a su lado, donde antes había estado el cuerpo de su novia.
Se desperezó, y quedó boca arriba unos segundos, no demasiados. El mismo silencio aterrador con imagen de Luciana en sus pensamientos le obligó a levantarse. Iba en calzoncillos, pero no se molestó en ponerse los pantalones. Salió de la habitación y se metió en el baño, para lavarse la cara y refrescarse la nuca. Se sintió un poco mejor tras ello, y entonces buscó a Cinta.
No tuvo que buscar mucho, tampoco era difícil a pesar de que el piso era bastante grande. La encontró en la sala, acurrucada, sentada en cuclillas em una butaca, abrazada a sus propias piernas desnudas, con la cabeza apoyada en las rodillas y la mirada perdida.
Le pareció sugestivamente sexy, un sueño, hermosa y sugestiva.
No tenía más que alargar una mano y tocarla.
Pero no lo hizo.
Una barrera invisible los separaba de forma más implacable que si hubiera sido de piedras y cemento. Cinta sabía que él estaba allí, de pie, y sin embargo, no se movió, ni un ápice.
Nada. Siguió en la misma posición, con la mirada perdida.
Santi sintió el peso de una culpa muy grande, aplastándolo.
El mismo peso y la misma culpa que la estaban aplastando a ella.
No habló, no dijo nada. Se sentó en la otra butaca, o más bien se tendió en ella, con los pies colgando por uno de los lados y la cabeza apoyada en el otro. Y dejó perdida su mirada en el techo.
Los minutos comenzaron a devorarlos como termitas.

Eterna felicidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora