Os oigo.
Claro que os oigo.
Ni siquiera hace falta que habléis. Puedo escuchar vuestros pensamientos. Y no me duelen. Tampoco me llenan de alegría. Aquí las emociones, las sensaciones, son distintas. Puedo razonar sin presiones, como nunca lo había hecho. En cambio, sí me importa vuestro dolor, pero deberíais saber que estoy bien.
Y si abandono mi cuerpo al final del camino... Por supuesto, ¿para qué necesitaré ya mi corazón o mis riñones?
Lo único que querría era tener un instante final de lucidez, sólo eso, para deciros que os quiero, aunque vosotros ya lo sabéis, y para decírselo a Eloy, que tal vez crea que ya no es así. Sólo quiero un instante. Un instante feliz.
Aunque temo que baste ese simple segundo para sentir el dolor que no siento ahora.
No me gusta el dolor.
Tal vez por ello no quiero volver.
Ese es mi último miedo.
Me toca mover. Pasa el tiempo y la partida está en tablas. Pero me toca mover. Mi rival acaba de lanzar un ataque sobre las posiciones de mi rey y de mi reina. Es una situación comprometida. Debo hacerlo. Puedo sacrificar una torre para escapar, o meditar detenidamente mi propio ataque, lanzando el caballo sobre su alfil. ¿Y ese peón? Cuidado. Mi rival es bueno. Es el mejor que he tenido nunca.
Porque ahora sé como es.
Sé quien es.
Le he visto la cara.
Mi rival es la muerte, y juega a ganar.