Juan Pons entró en la sala tratando de que su rostro reflejara una esperanza que difícilmente podía transmitirles. Al verle aparecer, los padres de Luciana se levantaron y fueron también hacia él. Antes de que la mujer pudiera hablar, lo hizo el médico.
-La hemos estabilizado -informó.
-¡Oh, Dios mío! -Esther Salas se llevó una mano a los labios.
-Todo ha vuelto a la normalidad, si es que podemos hablar de normalidad en su estado -explicó el médico-. Sigue el coma, y sus constantes vitales se mantienen, pero la crisis ha pasado.
-¿Son normales este tipo de complicaciones? -quiso saber el padre de Luciana.
-No hay una respuesta exacta para esto, señor Salas -dijo el médico midiendo las palabras-. Hacemos lo que podemos, pero a veces, aunque les cueste creerlo, no sabemos contra qué luchamos. Ya le dije que su hija puede despertar en cuarenta y ocho horas, seguir así o...
-Ella es fuerte -aseguró su madre.
-Ignoramos lo que pueda haber en su mente ahora mismo. Tal vez sea consciente de algo, y luche, o tal vez no. Un coma no es más que un largo sueño, y también un delgado cordón umbilical doble que une al paciente con la vida y con la muerte, un cordón muy frágil en ambos sentidos. Lo que sí está claro es que tal vez no resista otra crisis como la que acaba de tener.
-¡Oh, no! -tembló ella.
-Miren, he de ser sincero con ustedes -el doctor Pons buscó los ojos del hombre para apoyarse en su aparente mayor dominio, aunque sabía que Luis Salas estaba tan destrozado como su esposa-. Las próximas horas serán decisivas, quiero que lo sepan. Me gustaría que lo entendieran y que se prepararan para lo que pueda suceder.
-Díganos la verdad -pidió el padre de Luciana.
-Se lo estoy diciendo. Por esa razón les hablo ahora y no después, cuando ya no haya nada que hacer. Hay un riesgo de que muera, y en tal caso es mi deber preguntarles si estarían dispuestos a donar sus órganos.
-¡No!
La reacción fue instantánea, fulminante, por parte de Esther Salas.
-Señora...
-¡No quiero que la troceen y...! ¡No, no, no! -se negó a escuchar más y se llevó las manos a los oídos.
Luis Salas bajó los ojos. Su voz sonó como si hablara desde el suelo.
-¿Tenemos que contestarle ahora? -preguntó.
-¡Luis! -gimió su esposa.
-No, claro que no -suspiró Juan Pons-. La urgencia es siempre para los que esperan vivir con los órganos de los que se van. Lamento haber parecido...
Era su trabajo, y la conversación tenía para él muchos ecos habituales. Pero aún así, no se acostumbraba a ellos. Nunca lo haría. Todos los padres, igual que los hijos, tenían un rostro propio, inolvidable. Todos, tanto los que veía morir y llorar como los que veía vivir y reír.
-¿Se encuentra bien, señora Salas?
Era una pregunta sin sentido, por eso ella no le respondió.