Loreto se miró en el espejo de su habitación.
Desnuda.
Recorrió las líneas de su cuerpo, una a una. Casi podía contar sus huesos, las diagonales de sus costillas, el vientre hundido, la pelvis salida y extrañamente frondosa, las nudosidades de sus rodillas, la piel seca, el cabello débil y sin fuerza que se le caía cada día más.
Y aún así, se sintió mal por algo distinto. Peor.
Gorda.
Tuvo que cerrar los ojos, y volver a abrirlos, para enfrentarse a la realidad.
Tal y como le había dicho el psiquiatra.
Se estaba muriendo. Si no dejaba de comer incontroladamente para vomitar después al sentirse culpable de ello y temiendo a la obesidad, sería el fin. Había llegado al punto límite, y tras él, no existía retorno posible.
Luchó desesperadamente, consigo misma, y pensó en Luciana.
Luciana, tan llena de vida, siempre alegre.
Desde que sabía que estaba en coma, era como si algo, en su interior, pugnase por estallar, sin saber qué era, ni tampoco por dónde saldría esa explosión. Estaba ahí, agazapado.
Luciana. Ella.
Apenas veinticuatro horas antes, Luciana había estado allí, a su lado, frente a aquel espejo, obligándola también a mirarse.
-¡Por dios, Loreto!, ¿es que no lo ves? ¡Mira tus dedos, tus dientees, tus pies!
Miró sus dedos. De tanto introducírselos en la boca, para vomitar, los tenía sin uñas, doblados, convertidos en dos garfios, atacados por los ácidos del estómago. Miró sus dientes, con las encías descarnadas, colgando como racimos de uva seca de una vid agotada, también destrozados por los ácidos estomacales que subían con la comida al vomitar. Miró sus pies, sus hermosos pies, casi tanto como sus manos unos años antes, ahora llenos de callosidades, pues al perder peso, al desaparecer la carne de su cuerpo, habían tenido que desarrollar su propia base para sostenerla.
Era un monstruo.
Aunque mucho peor era estar gorda...
Tener tanta hambre, y comer, y engordar, y...
-¡Yo te ayudaré, Loreto! ¡Voy a ayudarte a superar esto! ¡Te lo prometo! ¡Estaré a tu lado! ¡Comeremos juntas, lo necesario, sin gulas ni ansiedades, y no te dejaré vomitar, se acabó! ¡Te lo juro!
No hacía ni veinticuatro horas.
Y ahora ella estaba en coma.
Se moría.
Era tan injusto...
Y no solo por Luciana, sino también por ella misma. Porque la dejaba sola.
Sola.
Sintió una punzada en el bajo vientre, dolorosa, aguda. No podía ser la menstruación, porque se le había retirado hacía meses después de tenerla en ocasiones diez días seguidos o de pasar tres meses sin ella, y el estreñimiento no le producía aquel tipo de daño. Tampoco eran sus habituales dolores abdominales. Era un dolor diferente, nuevo.
Tal vez un espasmo.
Pero de alguna forma, por extraño que pareciese, gracias a él sintió, de pronto, que estaba viva.
Luciana no sentía nada.
Ya no.
Loreto se apoyó en el espejo. Primero la mano. Después la cabeza. Cerró definitivamente los ojos.
-No te mueras -susurró-. Por favor, no te mueras.
Ni ella misma supo a cuál de las dos se refería.