8 de septiembre
Apago la alarma del móvil con un gruñido y me levanto. Cuando me detengo frente a la puerta de mi habitación, con la mano en el pomo, dos pensamientos cruzan mi mente.
El primero: ¿por qué tengo una alarma puesta en vacaciones?
El segundo, inmediatamente después, me da la respuesta a esa pregunta: hoy empiezan las clases. Solo de pensar en ello me dan ganas de meterme otra vez en la cama y no salir en todo el curso. O de golpearme la cabeza contra una pared. ¿Qué necesidad había de volver al instituto? ¡Y, para colmo, un viernes!
Como supongo que habrás podido deducir, odio el instituto; lo odio de verdad. Odio a los imbéciles de mis compañeros, que se pasan el día cuchicheando por los pasillos y a los profesores que me miran con lástima cuando creen que no les veo. Por suerte para mí, este es mi último año y luego... luego podré ir a la universidad y estudiar Bellas Artes, la carrera de mis sueños.
«Si consigo entrar, claro. Porque no hay manera de que mamá pueda pagarme la privada...»
Sacudo la cabeza. Demasiado temprano para pensamientos deprimentes.
Me doy una ducha rápida y me visto con lo primero que encuentro, que resulta ser una camiseta de color gris con el logo de los Rolling Stones estampado, tan vieja que tiene pequeños agujeros en la parte de adelante, y unos vaqueros rotos y muy gastados con garabatos en la zona de los muslos, hechos con permanente o rotuladores de colores, y también algunas manchas de acrílica todas partes. Cosas de artistas.
Intento peinarme, pero tengo el pelo increíblemente enredado, así que lo apaño rápidamente con un moño alto y caótico. Después, cojo mi mochila y me la cuelgo a un hombro, me guardo el móvil en el bolsillo y me dirijo a la puerta, mientras mi madre me grita que me dé prisa o llegaré tarde el primer día de clase. También me dice que coja una chaqueta, cosa que no hago porque estamos a principios de septiembre y, últimamente, eso en Madrid equivale a unos treinta grados.
—¿Estás segura de que no quieres que te lleve? —me pregunta, por vigésima vez en los últimos cinco minutos.
Miro a mi madre, poniendo los ojos en blanco.
—No, mamá. Voy a ir andando, como siempre. Y he quedado con Ana y Nico en unos minutos, así que debería ir saliendo.
Mi madre me abraza y me besa la coronilla antes de decirme:
—Venga, pues corre.
Me echo a reír y mi madre me dedica una enorme sonrisa que le ilumina toda la cara. La verdad es que mi madre es preciosa, con su largo pelo castaño y liso y sus enormes ojos de un verde intenso, ojos que yo he heredado. Lo único que no es bonito en ella es la tristeza que se adueñó de sus rasgos cuando mi padre murió y que ha permanecido en ella desde entonces. Y sé que, de la misma manera que mis ojos parecen un reflejo de los suyos, esa tristeza también lo es. Lo lleva siendo mucho tiempo.
Lo que nos lleva a un tema bastante interesante: la muerte de mi padre.
···
Sucedió cuando yo tenía diez años.
Mi padre, Brian Cress, trabajaba en una empresa internacional que se dedicaba a ayudar a facilitar el acceso a energías sostenibles en países en vías de desarrollo. La labor de su empresa era sumamente importante y él pasaba mucho tiempo fuera de casa, viajando por trabajo. Sin embargo, para mi padre la familia siempre fue lo más importante, lo primero, y siempre lograba sacar un rato para estar con nosotros.
De los tres hermanos, yo siempre fui la que más le apreció, la que más le quería. Su favorita, su niña mágica. Mi hermana mayor, Nora, tenía trece años y ya pasaba mucho tiempo fuera de casa, y Jake, mi hermanito, era demasiado pequeño como para recordarle con claridad. Solo tenía dos años cuando mi padre murió.
ESTÁS LEYENDO
Aquel Espejo Roto
Teen FictionRachel Cress guarda muchos secretos. Y su familia también. Entre ellos, un extraño legado familiar: la capacidad de ver reflejos, unos extraños fenómenos que muestran en los espejos cualquier cosa que estos hayan reflejado antes o que vayan a reflej...